En la Iglesia Católica, y sobre todo luego del Concilio Vaticano II, se inauguró una nueva eclesiología donde se concibe a sí misma como el Pueblo Santo de Dios. Es decir, no hay castas o clases superiores o inferiores en la Iglesia.
Lo que existen son diversos ministerios, dones y carismas que tienen como misión común hacer presente en la tierra al cuerpo místico y resucitado de Cristo. Todos los bautizados somos miembros de un mismo cuerpo. Dicha eclesiología es hermosa y podría inspirar a otras realidades de la sociedad, como la del sector educativo superior.
Es natural que la mayoría de las instituciones de educación superior pertenezcan a diversos gremios u organizaciones nacionales e internacionales. De hecho, algunos rankings o clasificaciones académicas premian con una mejor evaluación a aquellas universidades que poseen un elevado número de convenios interinstitucionales y pertenecen a reconocidas asociaciones académicas.
En nuestro país, también existen diversas asociaciones universitarias. Entre ellas hay algunas que poseen una larga tradición y otras son de reciente creación. Sabemos que todas surgieron con la noble misión de ayudar al desarrollo del sistema de educación superior del país, por lo que se deduce que al tener un objetivo común deberían trabajar juntas y en perfecta armonía. Lamentablemente, no siempre sucede así.
Entendemos que en un país de aproximadamente 11 millones de habitantes y con más de 35 instituciones de educación superior, no hay espacio para enfrentamientos o competencias inútiles. El ejercicio libre y justo del derecho a asociación no debe fomentar divisiones o luchas. Las universidades, y sus asociaciones, son miembros de un único cuerpo académico.
Lo fundamental, y más relevante, es que nuestro país necesita universidades de calidad que transformen la vida de las personas y les garanticen un mejor futuro. Enfoquemos nuestros esfuerzos en esa meta trascendental. Lo demás, es secundario.