
Hay momentos en los que me detengo a leer los comentarios que generan mis cápsulas de Habla conmigo, y confieso que me producen sentimientos encontrados.
Por un lado, me alegra que despierten reflexión, debate y conciencia; por otro, me preocupa el nivel de polarización que revelan. Las reacciones son tan diversas, tan opuestas y a veces tan viscerales, que he llegado a la conclusión de que vivimos en una sociedad profundamente fracturada.
No se trata sólo de una diferencia de opiniones —que es natural y hasta saludable—, sino de una ruptura en la manera de entender el país, la convivencia y la ley.
Hemos normalizado el desorden. Las normas, que deberían ser un marco de convivencia, se han convertido en simples sugerencias que cada quien interpreta a su conveniencia. Y lo más grave es que ya no esperamos otra cosa. Nos hemos habituado a vivir sin ley.
Sí, las autoridades tienen gran parte de la culpa. Durante años han demostrado una manifiesta incapacidad para hacer cumplir las reglas que ellas mismas dictan.
En todos los niveles, desde lo más alto del poder hasta el más modesto despacho municipal, la falta de consecuencia ha erosionado la confianza ciudadana.
Las leyes se aplican según quién seas, no según lo que digan los códigos. Pero sería injusto quedarnos sólo ahí. Porque en ese vacío de autoridad también hemos aprendido a sobrevivir con trampas, atajos y justificaciones que nos hacen cómplices de lo que criticamos.
En nuestras calles y barrios, el más fuerte se impone. En los sectores bajos, medios y altos, el patrón es el mismo: quien tiene más poder, más dinero o más contactos, termina dominando al que carece de ellos.
Y el ciudadano común, ese que paga impuestos, que cumple con sus deberes y espera que el Estado lo proteja, vive en un estado de indefensión permanente. Ya no confía en los procesos legales, ni en las instituciones, ni en la promesa de justicia. La burocracia lo asfixia, la corrupción lo decepciona y la indiferencia lo hiere.
Aun así, no todo está perdido. Las sociedades también se reconstruyen desde los escombros morales, si hay voluntad colectiva de hacerlo.
Pero para lograrlo, debemos reconocer primero nuestra parte en este caos. No basta con señalar a los gobernantes; debemos mirarnos como ciudadanos y asumir que también somos responsables del deterioro. Cumplir las reglas solo cuando nos conviene es otra forma de romperlas.
La esperanza comienza cuando cada uno decide actuar distinto, aun cuando nadie más lo haga. Cuando un ciudadano se niega a sobornar, cuando un conductor respeta la señal de “pare” aunque la calle esté vacía, cuando un funcionario cumple con su deber sin mirar a quién beneficia o perjudica, empieza la reconstrucción silenciosa del tejido social.
Necesitamos volver a creer en el poder del ejemplo, en la autoridad de la ética y en el valor de la palabra cumplida. Exclusivamente así podremos cerrar la grieta invisible que divide a nuestra sociedad entre los que mandan y los que obedecen, entre los que abusan y los que callan.
Tal vez no logremos cambiarlo todo de inmediato, pero si recuperamos la capacidad de indignarnos con justicia y de actuar con coherencia, habremos dado el primer paso hacia una nueva cultura ciudadana. Una en la que la ley no sea vista como un obstáculo, sino como la expresión más noble del pacto que nos une.
Porque al final, las sociedades no se fracturan por sus leyes, sino por su falta de compromiso con ellas. Y mientras haya voces que se atrevan a hablar, debatir y creer en algo mejor, todavía hay esperanza.