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Una pausa necesaria para reencontrarnos

Llegamos al final del año con los territorios respirando distinto. No porque los problemas hayan desaparecido, sino porque el calendario, la fe y la memoria colectiva nos invitan, casi nos obligan, a hacer una pausa.

En estos días, los ayuntamientos y juntas de distrito del país ya están inmersos en la planificación de los operativos preventivos propios de las fiestas navideñas:
tránsito, seguridad ciudadana, control del ruido, manejo de residuos, protección de espacios públicos y acompañamiento comunitario. Es la municipalidad en su rol más humano, más cercano, más sensible.

La Navidad se vive de manera distinta en cada municipio, en cada distrito, en cada paraje. La diversidad cultural se manifiesta sin pedir permiso; en la música, en la comida, en las tradiciones, en la forma de reunirse.

Pero hay un hilo común que nos atraviesa como nación y como pueblo: la fe. La fe en Cristo, en lo bueno, en lo justo. La fe como punto de encuentro, no como frontera. Como abrazo, no como arma.

Por eso, este tiempo debe servirnos para algo más que balances administrativos o cierres presupuestarios.

Debe servirnos para bajar el tono de las diferencias, para suspender, aunque sea por un momento, las confrontaciones estériles, ya sean teóricas o prácticas. La política local, cuando se vive con pasión mal entendida, suele tensar las relaciones comunitarias.

Y no hay mejor momento que este para recordar que antes que cargos, colores o posiciones, somos vecinos. Somos comunidad.

La municipalidad no es sólo una estructura administrativa; es, sobre todo, un espacio de convivencia. Y la convivencia requiere paz. No una paz ingenua o superficial, sino una paz activa, consciente, construida desde gestos concretos.

Paz en el lenguaje, paz en la toma de decisiones, paz en la forma en que se gestiona el desacuerdo.
Somos un pueblo mayoritariamente cristiano, de fe, de creyentes. Y eso no puede quedarse en el discurso. Debe reflejarse en la práctica cotidiana de nuestros gobiernos locales.

En cómo se trata al ciudadano que llega a una oficina municipal.
En cómo se escucha al comunitario que reclama. En cómo se protege al más vulnerable. En cómo se ejerce la autoridad sin arrogancia.

La Navidad nos coloca frente a una realidad
que a veces preferimos ignorar y es que no todos pueden sentarse a la mesa en Nochebuena. No todos tienen lo mínimo para celebrar. Y ahí es donde la municipalidad, junto a la sociedad organizada, las iglesias, las juntas de vecinos y el voluntariado, debe activar esa solidaridad silenciosa que no busca aplausos. Esa solidaridad que no se publica, pero que transforma.

Imponer la solidaridad puede sonar fuerte, pero es necesario. No como obligación legal, sino como compromiso moral. Que nuestras “manos invisibles”, esas que no salen en fotos ni en notas de prensa, hagan posible que una familia tenga una cena, que un envejeciente no esté solo, que un niño reciba un gesto de esperanza. Esa es también gestión municipal. Quizás la más noble.

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