Una casa de sueños simples

Una casa de sueños simples

Una casa de sueños simples

El instinto lo llevó de la mano y al lado de un abismo insondable, y con madera podrida, clavos oxidados y techo de cartón, construyó en dos días su casa.

El lugar escogido era un cerro inhóspito, de tierra rocosa y caliente. En principio era una casa tranquila y silenciosa; y con los días de hambre se convirtió en un refugio sin sentido, con una puerta y dos ventanas.

Hace una semana, igual que hoy, era un desconocido que llegó a la ciudad en la cola de un camión. Paisajes de platanales y caminos polvorientos eran recuerdos vacíos en su cabeza. No dejó nada atrás. Tenía el rostro de un fantasma, y llegó con una muda de ropa y la mugrosa cartera vacía.

Era joven y soltero, con sueños arrugados. Creía en el futuro, pero con una esperanza incierta. En el vertedero del mercado cazaba algunos alimentos, vegetales comunes, aprovechables, botellas de agua, tiradas, trozos de carne y vísceras. Por suerte ya tenía casa y podía mudar a una mujer y levantar una familia, si se organizaba.

La casa tiene una cocina pequeña, hay alumbrado con velas y solo entraba el viento frío de la madrugada; y, en su cabeza, un trasmallo de sueños simples.

Una mañana se despertó con los golpes en su cabeza de un sueño impetuoso. Los golpes eran tan sensibles y con tanta fuerza, que se impuso. En el piso de tierra, acostado, miraba el techo de cartón, se limpia el sudor de la cara con la mano derecha, y dijo: llegó el día. Así que, con gran ilusión, empezó a llenar su cabeza de ideas; y, con ese mismo ímpetu, finalmente, organizó un plan de prioridades.

El plan, aunque no era ambicioso, se veía muy vulnerable. No tenía un orden específico. Así que comenzó por lo más elemental: un trabajo en cualquier esquina de la ciudad y hallar una mujer, simple, humilde, joven como él, pero sin muchos sueños.

Era de alta prioridad llevar alimentos básicos a la mesa. El modesto trabajo al pregón en la calle ayudó. La mujer, morena, pulcra, silenciosa, ya estaba en la casa y los alimentos, para dos bocas, alcanzaban.

El hombre llegaba de noche a la casa, fatigado, con la mirada sucia de la calle y las pocas monedas que ganó convertidas en alimento.

El pasado era vapor de agua. Nunca habló nada con la mujer de su antigua vida. Tampoco era necesario amarla.

El tenue cariño que le tenía nació por la costumbre de verla todas las noches.

El amor que se conquista es más terrible que el cariño sin exceso.

Una tarde gris la mujer trajo en brazos el primer niño, la leche materna y los alimentos alcanzaban. Y con la llegada del segundo y el tercer niño, a la menguada provisión de alimentos le crecieron alas poderosas.

El primer niño había crecido, despeinado, inquieto, descalzo, sin escuela. Y cuando tenía una tormenta de truenos en el estómago, preguntaba: ¿Mamá, qué pasa con la comida? Tengo mucha hambre.

La madre no podía mentir; y dijo:

 

—En la casa, desde hoy, no tendremos cena. Y tampoco habrá desayuno.

El niño se quedó sin pensamientos. La madre dio una vuelta por la casa y regresó con algo en la mano.

—Tómate —dijo— este vaso con agua de azúcar.



Rafael García Romero

Rafael García Romero. Novelista, ensayista, periodista. Tiene 18 libros publicados y es un escritor cuya trayectoria está marcada por una audaz singularidad narrativa, reconocido como uno de los pilares esenciales de la literatura dominicana contemporánea. Premio Nacional de Cuento Julio Vega Batlle, 2016.