
A las once en punto de la mañana, el sol caía a plomo sobre el aluzinc de la capilla Sagrado Corazón de Jesús, como si quisiera derretir el metal.
Aún así, nadie parecía inquietarse por el calor sofocante; al contrario, en el aire flotaba una alegría serena.
Y no era para menos: estábamos allí convocados a una celebración muy especial, la boda de dos grandes amigos, cuarenta años después de sus primeras nupcias.
Aunque solo dos saldrían casados, la felicidad era colectiva. Se percibía en las miradas cómplices, en los abrazos espontáneos de quienes te saludaban por primera vez, pero parecían conocerte de toda la vida, en las sonrisas amables que decían sin palabras: “aquí estamos”.
El ambiente tenía algo de paradoja: sencillo y sublime a la vez. Solemne, pero a la vez entrañable, íntimo, como lo habían soñado los novios.
Martina —Judith, para los más cercanos— cumplía aquel anhelo que había sido el de su madre y que ella nunca pudo realizar: casarse por la Iglesia. Lo hizo ahora, como un homenaje luminoso a su memoria, y en la fecha más simbólica: sus cuarenta años de casada con mi entrañable amigo Patricio. Todo, absolutamente todo, salió a pedir de boca.
Habrá quienes digan que casarse en estos tiempos es cosa de locos; y que hacerlo por segunda vez, cuatro décadas después, y con la misma pareja, raya en lo insólito. Pero así es el amor: una dulce locura que se renueva contra todo pronóstico.
No obstante, no hubo aquí desvarío alguno. De hecho, pienso que estas segundas nupcias de mis compadres tienen igual o mayor valor que las primeras, pues son fruto de la prueba, la paciencia y la perseverancia. Esta boda en La Piragua, Puerto Plata, no fue sino la victoria del amor madurado, de la resiliencia, el respeto, el compromiso y la entrega mutua, sin reservas.
Por eso todos quisimos ser testigos de aquel momento. Algunos viajamos casi doscientos kilómetros, pero otros recorrieron más de mil trescientos, desde Tampa, Florida. La distancia se desvaneció ante la fuerza del afecto.
Ese día decidí apartar por un instante la mirada de los temas ásperos de la política, de las tragedias, de los conflictos internacionales, de todas esas noticias que suelo analizar con pasión y desvelo.
Me conmovieron profundamente las palabras del padre Nelson en su homilía nupcial. El joven sacerdote nos invitaba, con firmeza y ternura a la vez, a hablar también de las acciones nobles de la gente, a dar espacio a las buenas noticias que suelen quedar eclipsadas por la sombra de lo negativo.
Y lo hacía allí, en esa pequeña comunidad laboriosa y humilde, mientras celebrábamos algo tan luminoso como el triunfo del amor.
De mi parte, solo me queda esperar que la vida nos regale la dicha de ver a Patricio y Judith juntos otros cuarenta años más. Y, por supuesto, que me vuelvan a invitar…si no me he ido antes.
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German Marte
Periodista dominicano. Comentarista de radio y TV. Prefiere ser considerado como un humanista, solidario.