Era una noche invernal en la capital berlinesa y nada podía activar mejor mi nostalgia afirmativa de lo patrio que la puesta en contacto con un elemento característico de la cocina dominicana como lo es el sancocho, por ese heideggeriano poder de los olores para un reencuentro con rasgos esenciales del lugar donde se habita como fundamento del ser y de la existencia.
Yo, que podría alimentarme del sinsabor del aire, me conmoví cuando los anfitriones mencionaron la palabra sancocho.
Por apego a las tradiciones y las costumbres y por tener acerca de la identidad una idea de fijeza, de duración para toda la vida, de predominio en ella de las raíces históricas hemos adjudicado a la cultura, la cocina, la música, cierta indumentaria, leyendas y creencias, entre otros rasgos o fundamentos, el peso específico mayor e incontrovertible para la definición de la cuestión identitaria y del carácter de la identidad nacional. Admitimos que, en términos culinarios, la bandera dominicana consiste en servir en un mismo plato el arroz blanco, las habichuelas rojas y la carne de res o pollo guisadas con sazón criollo, nada artificial.
Sin embargo, cuando se quiere exaltar la pertenencia emocional a la dominicanidad, viviendo fuera de la media isla, lo que congrega y exacerba los sentidos del olfato, la vista, el gusto, incluso del tacto, es el sancocho.
Ya sea en Berlín, París, Nueva York, Madrid o Tokio, el sancocho, si es preparado por dominicanos, llevará sus viandas, sus evocativas siete carnes, su agrio de naranja y su auyama licuada para que afirme el color, que habrá de contrastar con el arroz blanco, bollitos de plátano majado y aguacate.
Sancocho es un término que proviene del latín subcoctu(m), cuyo significado remite a «menos cocido». Sus componentes léxicos son el prefijo sub- (debajo) y coctus (cocido). Sus orígenes históricos y culturales se remontan a los fogones moriscos o andaluces, a ciertos caldos fuertes europeos antiguos y también, por supuesto, a la preparación de tubérculos, verduras y carnes propia de distintas culturas africanas que confluyeron en América.
Nótese que hay aquí, primero, una suma de culturas confluyentes, y segundo, un proceso de deshistorización, de desarraigo en espacio y tiempo que, aunque pataleemos y regateemos propiedad única y singular del plato, lo cierto es que resulta ser nuestro y de todos.
Más aun, cocinado en Praga o en cualquier otra ciudad del mundo globalizado, el sancocho, más allá de los ingredientes que pueda reunir y del afinamiento, la educación de los sentidos y la nacionalidad del cuerpo cuyas manos lo preparen, es ya parte del ámbito de la hiperculturalidad, que, como lo sustenta Byung-Chul Han (2018) en su ensayo homónimo, es la conjunción de un caudal de formas y prácticas de vida diferentes, en constante expansión, renovación y transformación, que pone en valor lo antiguo y lo nuevo por medio de conexiones globalizadas y de la dilución de lo fáctico, para su conversión en un mosaico virtual, dominado por la aceleración (tiempo como zumbido), la desteologización (déficit de divinidad) y la desteleologización (sin rumbo ni destino).
En la hiperculturalidad, el sancocho dominicano sobrevive como expresión de diferencia, singularidad y también, diversidad. Su sabor no es el mismo ni es monótono. Su deleite radica en la diferencia olfativa, gustativa y visual, pero que remite a un mismo fundamento emocional, una nostálgica evocación de lo mismo.
El efecto acumulativo y la densidad que genera la globalización nos dan hoy una noción del sancocho cuya experiencia gastronómica nos lleva más allá de la simple integración de condimentos. Se trata de un sabor abierto a la sensación de lo nuevo y universal.