Durante muchos años para el dominicano era una humillación pedir. Incluso se llegaba a pasar hambre con tal de no someterse a eso que se consideraba una humillación.
De las generaciones de antaño hay quienes aun queriendo algo decían que no, si les preguntaban, pues asumían que quien preguntaba era porque no quería dar.
Cada vez esa costumbre queda más en el pasado. Pide el mendigo, pide el joven en una esquina o en un colmadón, pide la mujer que muestra sus encantos, pide la haitiana que carga niños alquilados, pide el empresario cuando de beneficios de gran cuantía se trata, pide el político para financiar sus actividades o engrosar sus cuentas, pide el policía que está para cuidar a la ciudadanía.
La actividad de pedir va desde la simple limosna hasta favores que enriquecen.
Esta sociedad ha parido a los “pica pica” y a las “chapeadoras”.
Muchos dominicanos han hecho del pedir un estilo de vida, lo cual augura un futuro sin desarrollo ni progreso personal ni social.
Lógicamente, de esta crítica se excluyen los que piden para servir, que por lo regular son personas que jamás pedirían para sí mismas.
Pedir no da satisfacción y mucho menos genera riqueza.
Tampoco alimenta el intelecto, aunque para muchos el pedir se convierte en un ejercicio de la inventiva.
Hay quienes al pedir son muy simpáticos, te hacen sonreír, pero también los hay que piden con exigencias.
El pedir hasta pone en peligro la seguridad ciudadana, pues el policía que está para “prevención” se descuida, con tal de pedir para la cena o el desayuno.
Se pide en la diplomacia, por eso algunos Estados pueden ser calificados de “pedigüeños”.
El pedir, por supuesto, es más noble que robar o engañar, pero es un acto que va deteriorando la dignidad.
La legión de quienes piden, en harapos o con Cartier en la muñeca, va en aumento, e incluso se obliga a que se asuma el “dar” como política pública.
Los ‘negritos del batey’ se propagan y el trabajo cada vez encuentra más enemigos.