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Un informe: Haití muere de hambre

El 51 % de la población haitiana, equivalente a más de cinco millones de personas, sufre hambre aguda.
Esta cifra, calificada como “histórica” por el Programa Mundial de Alimentos (PMA), es una herida abierta en el corazón del Caribe.

No es solo un dato. Es un grito silenciado, una alarma que no cesa, una sentencia que se ejecuta segundo a segundo, a plena luz del día, contra hombres, mujeres y niños indefensos.

De acuerdo al informe, presentado por el PMA, de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), la desnutrición infantil y el hambre han aumentado de forma alarmante en esa nación, donde se incrementó en un 3 % en este año 2025, en relación al pasado 2024, cuando afectó al 48 % de la población.
También se observa un aumento en la malnutrición entre niños menores de cinco años, que, en apenas dos años, del 2023 al 2025, se duplicó pasando del 7 % al 14 %.

Haití, la primera república negra del mundo, la primera nación de América que se alzó contra el colonialismo, hoy agoniza entre el hambre, la violencia, el abandono y la ineptitud de quienes en forma coyuntural y ventajosa suelen proclamarse como líderes políticos, sociales o empresariales.

En ese país, del que nuestra pujante República Dominicana está separada por una frontera de escasos 392 kilómetros de longitud, las madres no tienen leche, los hogares no tienen comida, los hospitales no tienen medicinas, las calles no tienen paz y las gentes no tienen vida.

La violencia armada, el control territorial de las pandillas, el colapso institucional y la inflación desbordada han convertido la vida cotidiana de los haitianos en una lucha por la sobrevivencia, particularmente, en Puerto Príncipe, su capital y centro político, económico y cultural, con una población estimada de 1,234, 742 habitantes.

Puerto Príncipe es un monumento al contraste social: alberga ministerios, universidades, hospitales, comercios, mercados populares y al propio Palacio Nacional, pero también es el epicentro de múltiples crisis, incluyendo el devastador terremoto de 2010 y de los recientes y continuos brotes de violencia armada, que han obligado a cientos de familias a abandonar sus hogares hacia destinos internos o externos.

“Las mujeres, los niños y las familias desplazadas son los más afectados por la prolongada crisis de Haití”, dice el PMA.

Una crisis que no parece tener fin, a pesar de que el Gobierno dominicano no desaprovecha escenarios nacionales para elevar su voz que, casi siempre luce como “si estuviera clamando en el desierto”.

La comunidad internacional observa, pero no actúa con la urgencia que exige una catástrofe humanitaria e, incluso, sorprende, cómo América Latina, el vecindario más cercano, guarda silencio. ¿Dónde están las otras voces del Caribe, de los organismos regionales, de los gobiernos que se dicen solidarios?
Haití muere de hambre por desidia, por racismo estructural, por una historia de saqueo y exclusión, porque el poderío político y económico de la nación se tragó el país, cual serpientes venenosas. Muere, porque el mundo ha decidido mirar hacia otro lado. No muere por azar ni por la providencia.

La ONU estima un total de 139 millones de dólares para los próximos 12 meses para que se pueda llevar ayuda humanitaria a los sectores vulnerables de esa nación, pero no pocos se estarán haciendo la misma pregunta que yo he hecho antes: ¿Dónde están los interlocutores haitianos con los que se deberían coordinar esas acciones y políticas estratégicas?

¿Con quién ponerse de acuerdo para evitar que las bandas armadas, cuyo principal liderazgo ostenta el expolicía Jimmy Chérizier, alias “Barbecue”, ataquen a voluntarios que se presten a llevar asistencia humanitaria a Haití, como suelen hacer siempre, incluso, con misioneros religiosos, a quienes violan, secuestran y matan sin piedad?

Es difícil la cosa, es muy delicada la situación, sobre todo, por esa ausencia de interlocutores con los que pudieran coordinarse acciones.

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