Llegar a fin de año en medio de una apertura total, como ocurrirá esta vez, no quiere decir que vamos a estar de vuelta a la normalidad.
Las autoridades y la población, es cierto, de mes en mes mostraron la necesidad y la voluntad de dejar atrás el encierro y otras restricciones, pero las consecuencias del coronavirus y las secuelas de la pandemia todavía pesan.
El año pasado la Navidad estuvo rodeada de temores en tal medida que fue como si no la hubiéramos tenido.
En muchos aspectos este parece un año regular, particularmente después que la gente ha recobrado la movilidad y la libertad de reunión apenas con la advertencia de que es prudente que contertulios, teteadores o mercaderes lleven mascarilla.
No nos engañemos. No es un año normal como solían serlo antes de la pandemia. Todavía podemos enfermar y contagiar a otros, el mercado sufre precariedades con las que estamos obligados a pasar el fin de año y tal vez el inicio del próximo, como pueden serlo la escasez de artículos comunes en otros tiempos o la carestía por la imposibilidad de contar con algunas mercancías porque todavía están en los puertos de embarque o porque no existen en el mercado.
La seguridad es también un elemento a tomar en consideración después de unos 18 meses de restricciones a rajatablas, en los cuales hasta los agentes de disolución, desorden y delincuencia tuvieron una merma significativa.
Si nos hacemos cargo de que todos, gobierno, líderes y población en general, seguimos construyendo una apertura que nos llevará de vuelta a la normalidad en un tiempo no muy lejano, tal vez suframos menos las precariedades y ayudemos en la tarea no siempre sencilla de llevar el país adelante.
Si cada cual puede arrimar en este esfuerzo así sea un modesto grano de arena, hágalo.