Primero de noviembre. Eran las seis de la mañana. Vio la fecha en la pantalla del teléfono móvil que tenía a su lado. Había escuchado la alarma y, para ella, era una hora mágica. En ese momento empezaba su día. Y como siempre, se quedaba de cinco a diez minutos más en la acogedora guarida, antes de sacar un pie de la cama.
Ese día ella no lo consideraba importante por múltiples razones, aunque correspondiera a su natalicio; y más bien lo veía inútil, vacío, sin ningún valor emocional.
En realidad era un día más, igual que otros días iguales de su vida. En resumen, un día sin un minuto agradable, placentero extraordinario para tomar en cuenta. Desde que amanecía se ponía en guardia, armada de valor para recibir el alud de mensajes que llegaban por todas las vías sociales. Amigos y amigas, gente conocida del periódico donde trabaja, y otras personas anónimas que se sentían con pertinencia, la llamarían o enviarían sus mensajes, felicitándola. Abrazos, besos, ramos de flores y regalos virtuales de toda índole. Mensajes todos frívolos y banales. No sería distinto hoy. A los programas importantes de la radio, años atrás, cuando la promovieron a Jefa de Redacción, se había filtrado el dato. Una locura la cantidad de amigos virtuales que presume. Entre ellos hay 957 mil seguidores que interactúan con ella a través de distintas redes sociales.
El día, tan pronto suba, la inmensa mayoría de sus seguidores la felicitarían también, de manera profusa, colgando opiniones, halagos, frases de tributo e inspiración en su página de Facebook, invitándola a seguir cultivando éxitos. Todos los mensajes, sin excepción, los respondía con educación. Agradecida, feliz, virtualmente feliz. Muy pocos amigos de su entorno sabían la verdad. Era apática, indolente; y los mensajes, todos, los consideraba frívolos y banales; y llamarlos así era su mayor secreto en la vida.
Primero de noviembre. Muchos acontecimientos importantes habían ocurrido en ese día durante distintos años, y porque eran importantes tenían todo el poder para relegar el día de su nacimiento a planos de menor primacía. Tan pronto encendió el ordenador, sin beber café, entró a las efemérides de Google; y se dio cuenta que ese día el Vaticano abrió en 1512 por primera vez al público la bóveda de la Capilla Sixtina. ¿A qué debe su fama centenaria? El revuelo que causó se atribuye, principalmente, a su decoración al fresco, y de manera especial a la bóveda y el testero, con «El Juicio Final», ambas obras de Miguel Ángel Buonarroti. Y pensó que sin ese decorado, encargado al artista por Giuliano della Rovere, conocido como el papa Julio II, o el Papa Terrible, hoy en día uno solo, de los quince millones de turistas que seduce, no se molestarían en visitar el lugar para ver los museos y las curiosidades religiosas más asombrosas.
De lo celestial pasó a los misterios del mar. Entre los datos de 1520 leyó: El portugués Fernando Magallanes navega por primera vez el estrecho de Sudamérica que une el Océano Pacífico y el Atlántico. En honor a él bautizaron la vía marítima con su nombre.
Ese mismo día, pero en 1604, William Shakespeare presentó en el Whitehall Palace de Londres la obra «Otelo», por primera vez. La única entre sus grandes tragedias, donde el autor alterna el amor puro junto a otras pasiones, como el orgullo, los celos y la venganza.
El segundo presidente de Estados Unidos, para ese día, en 1800, se muda con su esposa Abigail Smith a la Mansión Ejecutiva, que más tarde se llamaría Casa Blanca. Eso le interesó; y leyó: Durante el segundo día de estancia el presidente John Adams le escribió una carta a su esposa, que contenía una oración tributada a la casa. Adams escribió: «Rezo al Cielo para que otorgue las mejores bendiciones a esta casa, y a todos los que en adelante la habiten. Ojalá que solo hombres sabios y honestos gobiernen siempre bajo este techo».
El presidente Franklin D. Roosevelt tuvo una idea sabía. Pensó en la eternidad y, mucho tiempo después, ordenó que esa bendición se esculpiera en la repisa de la chimenea del salón de Cenas de Estado, que se utiliza para ofrecer recepciones, almuerzos y cenas formales a los jefes de Estado visitantes.
Y, ¡oh, sorpresa! El primero de noviembre de 1848 se abre la primera escuela de medicina para mujeres, The Boston Female Medical School, y que más tarde será absorbida por la Escuela de Medicina de la Universidad de Boston.
En noviembre —sigue con Google— tienen influencia dos signos de zodiaco: Escorpio y Sagitario. Escorpio es el octavo signo astrológico, situado entre Libra y Sagitario. Esta casa del zodíaco incluye a las personas nacidas entre el 23 de octubre y el 22 de noviembre. (Así que ella era una escorpiana, pensó). En el lado positivo Escorpio es un signo de mucho magnetismo. Y se considera muy emocional, determinado, potente y apasionado.
En el lado negativo —o quizá oscuro y terrenal—, es celoso, obsesivo compulsivo y puede ser resentido y obstinado. No es compatible con la adulación; y siempre, la persona de este signo está observando todo con su ojo crítico.
A partir de las ocho de la mañana el pito de la mensajería no paró. Uno detrás de otro, como un incontrolable alud, empezaron a llegar los mensajes a su móvil. Entre tantos, le llamó la atención este, quizá inapropiado para ella: Muy hermosa esta mañana que me inspira y seduce a desearte un muy feliz cumpleaños. Eres un ser humano excepcional. Te quiero con locura. Agradezco a Dios por tu vida (y agregó el icono del brindis con dos copas de vino). También entró un mensaje distinto, muy escueto, que no tenía que ver con la realidad de ese día. El destinatario le resultó conocido. En algún momento hubo una cita, dos o tres copas de vino en un bar. Hablaron de frivolidades. Pasó el tiempo y no volvieron a verse. Ahora, el mensaje que recibió decía: «¡Te extraño! ». Y la periodista T. Casado Moronta consultó con una amiga íntima. Y le dijo a boca de jarro qué no se sentía cómoda con el envío de aquel mensaje, sobre todo por esas dos palabras juntas. La amiga le respondió: ¿Estás segura? ¿Leíste bien? ¿No decía, quizá: «Qué extraño».
No responde de inmediato. Se tomó su tiempo para preparar café y desayunar, despacio. Varios minutos después volvió con la amiga. Estoy segura, le dijo. El mensaje dice: «¡Te extraño!». En ese caso la frase se hace muy sugerente. Tantas cosas quieren decir esas dos palabras juntas. Por ejemplo: Extraño tenerte, besarte, amarte; extraño tus besos, tus silencios, el acento de tu mirada, todo lo que haces o dices cuando estamos juntos. ¿Y bien, qué tal? ¡Ay, amiga! En este momento miro la pantalla de mi teléfono móvil. No lo puedo creer. Ahora acaba de llegar otro mensaje de la misma persona. ¿Un mensaje nuevo? ¿Y qué dice? Ahí te lo reenvío. Y la amiga leyó atónita: «Disculpa, el mensaje no era para ti».
Mala cosa, pensó la amiga; y de inmediato respondió enviándole el ícono de tres caritas tristes, con lágrimas incluidas. Escribió además: Qué pena. Porque en algún lado del mundo, quien menos crees realmente quisiera recibir un «¡Te extraño!» No indigesta, incluso, que se repita de manera espaciada durante gran parte de los trescientos sesenta y cinco días del año.