MANAGUA, Nicaragua. Este día ha despertado gris, casi lluvioso. Gracias a la madre naturaleza que los árboles, gramas, arbustos, mantienen su verdor pese a la resequedad del ambiente.
Aquí no parece llover mucho, aunque las nubes, a veces, parecen incubar un torrencial de aguas y ojalá seamos testigos del espectáculo siempre maravilloso de un aguacero que estimule nuestros recuerdos y despierte nuestra nostalgia.
Al ser domingo, la casa está vacía y silenciosa como es frecuente, un silencio interrumpido por el trinar de avecillas de mil colores que se apropian de los espacios y se desplazan alegres con sus aires de eterna celebración.
Estos ámbitos son buenos para la meditación, para encontrarnos con nosotros mismos y auscultar nuestras interioridades. Para examinar el discurrir de nuestra existencia. Solo que es preciso hacer conciencia del dolor y la tristeza propios y ajenos siempre presentes y que no todo, de manera alguna, puede ser alegría.
Porque la vida pasa y nosotros con ella. Por eso, me hablo a mí mismo cuando pienso en la distante República y de la satisfacción de que por primera vez en tantas décadas hay gente de verdad ocupada y preocupada por el destino común, diferente a aquellos cuyo paso por el poder dejó tantas malquerencias y heridas, tantas necesidades insatisfechas, tantas amarguras y sufrimientos.
Amigos y conocidos me llaman y me cuentan. Ayer mismo, al despertar encontré decenas de llamadas que fui revisando con sentimientos encontrados. Muchos se aproximan con aire dubitativo y me hablan de situaciones penosas en sus propias vidas que nos amargan y entristecen. La realidad no da pie a la holgura y eso puede ser un poco desolador. Se hace cuanto se puede.
Así, y pese a la distancia, uno siente el malestar, los desastres y daños que nos cedieron en herencia de décadas con su pesada carga de necesidad y silenciosa angustia. No es fácil curar la enfermedad del alma, y el inenarrable sufrimiento de la necesidad acumulada.
En los momentos libres trabajo en varios libros que, de alguna manera, retrotraen momentos pasados y presentes que ya son parte de la historia, pero de los que debemos alimentarnos en sus manifestaciones más humanas como un ejercicio necesario de reflexión para conocernos más a nosotros mismos y realizar las cuentas del estado de nuestro espíritu tras los meses, semanas y días pasados y presentes.
Procuro asumir los temas eternos de la condición humana. El amor, por ejemplo, como la adversidad, la distancia, las heridas y desencuentros que provoca la necesidad, la nostalgia, y cómo el dolor y los malos recuerdos van erosionando nuestra alma y drenando las capacidades para soñar, y ahuyentar el sosiego de nuestro interior.
Releo mi novela “Espera de penumbras en el viejo bar”. En algún lugar de un estudio de Carlos Reyes, se nos habla del dubitativo carácter de René, “hombre caído en la desgracia del amor obsesivo y la mujer a la que ama. Su escasa fuerza de voluntad no alcanza para frenar sus impulsos eróticos hacia Irene, creando así los fundamentos de su derrota existencial”.
“La felicidad es escurridiza para quien la persigue con ansiedad.
Y una ilusión agresiva para los que esperan de ella la solución definitiva de la búsqueda. Es un ritual eterno que la novela no deja fuera”…nos dice a quien considero una de las grandes promesas de las letras nacionales.
“Todo lo anterior se presenta como metáfora de un país que por aquellos años aciagos albergaba la esperanza de un renacer prospero, ya subsanado de los tormentosos avatares de la guerra de abril, de los Doce años y la resaca de la represión”…
Pronto empezará a llover. Entonces será el momento de decirse una vez más que la vida sigue, pero que el peso de los años transcurridos erosionan nuestros ánimos. Miramos hacia la tierra y entendemos que , como adelantaba Calderón de la Barca: “ Qué es la vida? Un frenesí./Una ilusión, una sombra, una ficción, /y el mayor bien es pequeño/que toda la vida es sueño/ y los sueños, sueños son”.