El polifacético Leonardo da Vinci, que en vida fue pintor, científico, escritor, escultor, filósofo, ingeniero, inventor, músico, anatomista, arquitecto, paleontólogo, artista, botánico, poeta y urbanista, recibió una mañana la visita de un desconocido. Mira varios cuadros que tiene en el estudio, sin terminar.
El forastero señala uno, de factura reciente. No tiene firma todavía; y dice que quiere comprarlo. El artista se remece la luenga barba canosa varias veces, y finalmente, no acepta la compra.
El forastero no se arredra. Insiste. Dice que no tiene inconveniente con el precio. El artista niega con la cabeza. No hay negocio.
El destino, por múltiples razones, hace que Da Vinci se mude a varias ciudades de Italia, —Florencia, Milán, Amboise, Roma; y, finalmente, a París—; y el forastero lo sigue en su peregrinaje, como un sabueso de caza, sin perderle el rastro. Habla con él en varias oportunidades, pero no hay trato. En el último intento, ya desesperado, el forastero triplica la oferta; y el artista se muestra totalmente indiferente.
Leonardo da Vinci, al cabo de los años, muere el 2 de mayo de 1519, en su última morada: el Castillo de Clos-Lucé, en Amboise, Francia.
El forastero llegó dos días después del funeral, convence a la mucama, le ofrece varias monedas de oro y logra ver los cuadros, bocetos, cuadernos de notas y otras pertenencias que el difunto dejó en su desordenado estudio, pero no encontró por ninguna parte el cuadro de su obsesión. Estaba desaparecido.
En esa pequeña adversidad pensaba el forastero, cada día; y abatido, casi derrotado, vaga por las ciudades de Italia, visita los discípulos del maestro… deambula a través de los años, a través de los siglos, persiguiendo el cuadro; y finalmente, ya agotado, abre una puerta. Traspasó el pórtico; y, sin saber cómo, entró de golpe a otro mundo: era el luminoso y alucinante siglo veintiuno. En la calle del comercio reservó la suite de un lujoso hotel, cambió monedas de oro por dinero de curso; y luego, en una tienda cercana compró ropa apropiada.
Ese mismo día, alguien, ligado al mundo de las artes y la marchantería se reunió con toda discreción en el hotel y le habló de las subastas de Christie’s. Y gracias al dinero, que lo puede todo, empezó un alucinante peregrinaje por el mundo. Viajó a Londres, Nueva York, París; anduvo por Ginebra, Milán, Ámsterdam, Dubái, Zúrich, Shanghái y Bombay. En Hong Kong, finalmente, halló el cuadro. No tenía firma; y ofreció sumas insólitas en cada ronda de puja.
No era un secreto. Aun sin firma, todos los interesados conocían la procedencia del cuadro. Y ofreció y mantuvo ofertas altas de pago. Nadie lo iba a derrotar. Las pujas subían, pero él se mantenía en primera línea hasta que, con un golpe de martillo del subastador, ganó el derecho sobre el cuadro.
El hombre se marchó, caminaba despacio, con el cuadro abrazado a su pecho y una sonrisa de satisfacción plena, desplegada en el rostro; y, al final del pasillo, como si atravesara una puerta hacia el pasado, desapareció.