Un ayer que no volverá

Un ayer que no volverá

Un ayer que no volverá

Roberto Marcallé Abreu

MANAGUA, Nicaragua. Desde hace años, soy de la creencia de que estos días de Semana Santa resultan apropiados para la meditación y el recogimiento.

Puede que se trate del hogar en que nací, de las creencias de mis padres y familiares y de los centros educativos en los que cursé la primaria, la intermedia y la secundaria: los Colegios Don Bosco, regido por los padres salesianos; el Loyola, administrado por los padres jesuitas, y el Calasanz, por los padres escolapios.

Mis padres no eran católicos practicantes, en el sentido riguroso de la palabra, yo diría ahora que eran católicos a medias. Como la generalidad de los dominicanos en esos entonces, eran más bien fieles, en general, a las creencias y prácticas religiosas y tenían por costumbre no conversar sino muy entrada la mañana del Lunes Santo, no subir la voz, permanecer muy tranquilos, en silencio y actitud recogida, como una manera de manifestar su respeto y amor por el cruelmente sacrificado Hijo de Dios.

Usualmente reservaban un día de la denominada Semana Mayor para viajar a la Basílica de Nuestra Señora de La Altagracia, levantada en la provincia de Higüey, a centenares de kilómetros de la ciudad de Santo Domingo, a fin de participar en las misas y ceremonias que tenían lugar en el magnífico templo levantado en el lugar en honor a la Virgen por los gobiernos de Rafael Trujillo y al que todavía acuden miles de dominicanos y extranjeros por una amplia variedad de razones.

Realizábamos el viaje en familia, en el auto Hudson de mi padre. La carretera, en esos entonces, era de tierra y muchos de sus tramos no estaban en buen estado debido a que en esa parte del país las lluvias y aguaceros eran y son abundantes hasta lo imposible.

Cruzábamos por poblados de caseríos tristes, con techos de palma, y gente muy necesitaba y actitud circunspecta que parecía temer a los visitantes. Recorríamos muy despacio, debido a los inconvenientes de la carretera, kilómetros y kilómetros precedidos por interminables sembradíos de caña de azúcar, dejando atrás cañadas, viejos y feos puentes de hormigón y metal y grandes e impresionantes árboles que despertaban nuestra admiración por sus dimensiones sorprendentes e intenso verdor.

Con frecuencia veíamos campesinos pobremente vestidos, descalzos o con rústicas sandalias de goma que se hacían a un lado desde que presentían o escuchaban los ruidos mecánicos de los autos, camiones, camionetas y viejos e incómodos autobuses.

El templo es de una arquitectura impresionante y se eleva, majestuoso, hacia el cielo azul surcado por nubes blancas que contrastan con su rústico, aunque elaborado color gris cemento.

Los espacios en torno a la iglesia estaban desbordados de personas de todas las clases sociales. Una multitud. Impresionaba la cantidad de enfermos e inválidos y de sus parientes que acudían al lugar a la espera de una cura milagrosa.

Los mendigos se contaban por centenares, así como los vendedores de artículos religiosos, dulces, frutas, recordatorios de la visita. La ceremonia religiosa era tediosa y muy lenta.

Se escuchaban los cánticos de los coros eclesiásticos y su agudo y ensordecedor eco, inducido por la estructura interior del templo.

Era forzoso hacer una lenta e interminable fila de horas para acceder a una pequeña escalera que, ya dentro del lugar, conducía al cuadro con la figura de la virgen protegido por una bóveda de hormigón y un grueso cristal que los fieles tocaban delicadamente.