En su nuevo volumen de reflexiones titulado “Pentimentos. Apuntes sobre arte y literatura” (2021), Jochy Herrera se aferra a la necesidad de escudriñar la obra de arte y tocar con su escalpelo perceptivo la médula de la escritura del otro, porque en su lectura, su mirada, su deleite ante la palabra va descubriendo el sentido último de la creación y la existencia, va apostando a la supervivencia del espíritu y de la historia.
Piensa y siente la escritura del ensayo bajo la convicción de que, como Blanchot (2021), al escribir aumenta el crédito de la humanidad; apuesta a que al escribir otorga al arte una esperanza nueva y una singular riqueza; asume, como el último héroe de una utopía posible, que salva al individuo, al arte y la literatura, que salva el reducto de la civilización de las hostiles escaramuzas y las masacres fácticas de la barbarie hipermoderna.
Porque, lo sostuvo Marx en 1844, la descomposición y desvalorización del mundo humano se acrecientan en una relación directamente proporcional al afán de valorización del mundo de las cosas. Tener más que ser.
Desde la dinámica de la relación entre lienzos y palabras, entre la pintura y la poesía, en el diálogo “Fedro” el propio Platón llega a plantearse como problema los terribles amores que habría de azuzar el pensamiento, si hiciera ver por sí mismo una imagen sensible que fuese clara. Y su discípulo Aristóteles llegará a afirmar, que ningún entendimiento podría ser tal sin antes haber estado en los sentidos, a menos que se trate del entendimiento mismo.
El concepto logrado se vuelve, entonces, afirmación del sí, en sí y para sí. Esos terribles amores entre concepto e imagen terminan, pues, estableciendo el estatuto dual de que ambos están asociados a la realidad y el pensamiento.
Cuando Herrera suscita pentimentos en el lienzo y en la palabra, en lo que hurgan su mirada, revestida de tensión humanística y fundamentos filosóficos, y por otro lado, su afinidad crítica con el lenguaje estético y la “imago” del poema es, en aquello que respecto de la pintura Hegel llamó vida del espíritu. Porque no otra cosa es la obra de arte, independientemente del código lingüístico en que se materialice.
Aunque Herrera sustenta, que para desmenuzar los entresijos de una obra artística no hay que disponer de instrumentos como la filosofía, la historia, la estética, la semiología, la lingüística o la sociología, entre otras disciplinas del saber, conoce que, en el fondo, se contradice, porque la valía de su propio ejercicio del criterio estriba en su metódico espíritu renacentista, que le permite conjugar aquellos saberes, más otro campo que hace de su enfoque una visión singular, el de la ciencia médica.
Solo así el cuerpo, en su dimensión anatómica y sus atributos estéticos, podría ser abordado como entidad simbólica, materia multívoca capaz de convertirse a sí misma en lenguaje y llamar a un aquelarre del pensamiento y los sentidos a todos los demás lenguajes o subsistemas lingüísticos, desde la dimensión mística del cuerpo ensangrentado de Cristo hasta los cuerpos mutilados de Goya, los torturados de Botero o los sexualmente provocadores y libres de Schiele.
Lo que puede haber apoyado la afirmación paradójica de Herrera es su propensión estilística a no presumir de erudición o academicismo, a expresar sus juicios con una sintaxis correcta, casi coloquial, ajena a la terminología técnica excesiva, aunque ornada, eso sí, de la más exquisita gracia poética y hondura conceptual.
Herrera exorciza su estilo, como Cabrera Infante, hasta sacar de la morfología y la sintaxis las combinaciones más sonoras, más rítmicas y las gemas conceptuales mejor pulidas. Es un artesano del estilo.