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Un abuso de dos pisos

Víctor Féliz Solano Por Víctor Féliz Solano
Víctor Féliz Solano
📷 Víctor Féliz Solano

Es cierto que corregir todas las violaciones cometidas hasta ahora en materia de edificaciones en nuestro país es una tarea compleja.

Pero más difícil aún —y mucho más caótico— será el escenario futuro si no empezamos, de inmediato, a supervisar rigurosamente las nuevas obras de infraestructura desde su origen.

La Ley 675 sobre Urbanización, Ornato Público y Construcciones es clara, y su reglamento también lo es: toda construcción debe cumplir con las normas establecidas desde la planificación, y corresponde a las autoridades competentes verificar ese cumplimiento antes, durante y después de cada obra.

La raíz del problema está en la permisividad institucional y en la débil supervisión. Si no se corrige desde el primer plano aprobado, desde el primer bloque colocado, jamás podremos hablar de una solución real y sostenible. Seguir construyendo sin control es perpetuar el caos urbano, aumentar el riesgo para la vida de las personas, y profundizar la brecha entre las leyes y la realidad.

Y aunque en muchos casos estas irregularidades afectan a toda la ciudadanía, los blancos más fáciles de estas prácticas abusivas suelen ser los sectores donde residen personas envejecientes, muchas veces solas, desinformadas o sin los recursos necesarios para hacer valer sus derechos, constituyéndose esto en un “abuso de dos pisos”.

Son ellos quienes más sufren el ruido, la inseguridad, la pérdida de luz y ventilación, los riesgos estructurales y la degradación de sus entornos.

A menudo, en barrios donde por décadas ha existido una tipología residencial de baja densidad, aparecen construcciones de cuatro o más plantas en solares estrechos, violando retiros, linderos y normas de uso de suelo, sin que nadie actúe a tiempo.

Estas acciones no son simples faltas administrativas. Son formas de abuso. Constituyen una agresión directa a la dignidad de comunidades vulnerables, y una muestra del desprecio de ciertos sectores por el bien común.

Las instituciones responsables están claramente establecidas y son ellas las llamadas a frenar las apetencias de algunos constructores que, de manera consuetudinaria, hacen lo que quieren, cuando quieren, y donde quieren, sin temor a sanciones.

Lo más grave es que todo esto ocurre a plena luz del día, muchas veces con denuncias documentadas que se pierden en la burocracia o que no reciben el seguimiento debido. Hay comunidades que han perdido la esperanza de ser escuchadas porque, una y otra vez, las obras se terminan sin importar cuántas violaciones se hayan cometido.

El Estado, en todas sus formas, tiene la obligación moral y legal de proteger a los más frágiles. No puede haber excusa válida cuando se trata de defender el derecho de una comunidad a vivir en paz, en orden y con seguridad. No hay excusa para permitir que se construya sin control en sectores residenciales tranquilos, alterando su carácter sin consultar ni respetar a quienes los habitan.

Es momento de aplicar la ley con firmeza, sin privilegios ni excepciones. Es momento de demostrar que en este país nadie está por encima del ordenamiento urbano ni del bienestar colectivo. Porque lo que está en juego no es sólo el cumplimiento de una norma: es la calidad de vida de miles de personas que todavía creen en la justicia y en el respeto a la convivencia.

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