Una revisión escrupulosa del acontecer y el desenvolvimiento cotidiano de la ciudad de Santo Domingo es casi una invitación obligada a la sorpresa y la meditación.
Cuando en horas tempranas incursiono en las calles del que una vez se llamó “ensanche Quisqueya”, situado entre las avenidas 27 de Febrero, la Churchill, la Núñez de Cáceres y la John F. Kennedy, mi mente se desborda de sentimientos encontrados sobre el significado de palabras como “progreso” y “desarrollo”. Y, claro, “anarquía”, “desorden”, “descontrol” y hasta “muerte” y “locura”.
Todos somos un poco obsesivos por lo que nos resulta quizás imposible dejar de pensar en hechos y circunstancias que nos han impactado física o intelectualmente.
Similar reacción me provoca pensar en un grave accidente en el que dos jóvenes perdieron la vida y otros resultaron heridos gravemente luego de que el auto en que se desplazaban fuera impactado en una intersección de esa barriada y el impacto los hizo caer en un hueco profundo y desprotegido de un área en construcción.
La sorpresa, el miedo, el desconcierto de esos muchachos y muchachas que apenas empezaban a vivir debe haber sido aterrador. Como el dolor y el luto de amigos y parientes ante la inesperada tragedia. Una reacción natural, aunque paradójica porque, al parecer, muchos han confundido los términos de progreso y avance con conductas y actitudes que fácilmente nos arrastran a la tragedia, la pena y el desconcierto.
Un texto periodístico indica que en los 91.58 kilómetros de la ciudad existen 61 de estos huecos para eventuales construcciones, todos de gran profundidad y, en ocasiones, abandonados por años, la mayoría “sin la protección para los conductores y peatones y cercados apenas con planchuelas de alucín que no permiten a los ciudadanos advertir el peligro al que se exponen”.
“Aunque el Ministerio de la Vivienda cuenta con un reglamento para las edificaciones, en el caso de las excavaciones son pocas las constructoras que las cumplen”.
Podemos enorgullecernos de los logros obtenidos como país en las últimas décadas, si sólo abarcamos los aspectos positivos. Pero lo cierto y definitivo es que estamos abocados a una escrupulosa meditación colectiva sobre nuestro presente y futuro, sobre hábitos, conductas, maneras de ser y de vivir.
En un editorial del Listín Diario del pasado diez de julio se nos advierte en relación a los recientes fenómenos atmosféricos que “el peligro no ha pasado”. “Aunque pasó muy lejos de nuestro territorio”, señala, “el huracán Beryl causó daños significativos a los sistemas de electricidad, acueductos y otras infraestructuras”.
“Debemos estar mejor preparados para los eventos atmosféricos”, prosigue el texto tras advertir que “el peligro no ha pasado» y que debemos “adoptar una cultura de prevención y mejorar significativamente nuestra gestión de riesgos”
El editorialista insiste en que “es conveniente que se realicen inversiones significativas en la modernización y robustecimiento de nuestra estructura crítica”.
Me pregunto si en un ambiente como el nuestro desbordado de eventualidades de toda naturaleza, alguien escuchará esta voz de la prudencia.
A principios de julio, el mismo editorialista había advertido sobre las infraestructuras públicas “que se encontraban en estado de abandono”. “Costosas y necesarias obras han estado paralizadas o se ejecutan a un ritmo más lento que el de un sepelio ”, enunciaba con brillante ironía.