Soy un tipo casero. No me aburro en mi casa, como oigo decir a muchos. Siempre encuentro algo qué hacer, aun cuando toda la familia sale y me quedo solo. Cuando eso ocurre me refugio en la lectura, escucho música, veo televisión, reviso papeles viejos, navego por el Internet, viajo por todo el mundo a través del Google Earth, o simplemente me recuesto a pensar patas para arriba.
Pero por lo general, nunca me aburro.
Sin embargo como toda regla tiene su excepción, debo confesar que una cosa es quedarse en casa voluntariamente, y otra cuando es por obligación o por mandato del médico, que es lo que me acaba de ocurrir. Aquejado de una repentina dolencia me vi la semana pasada en una situación de prisionero de guerra, con limitados permisos para salir solamente a someterme a exámenes de laboratorio, a inyectarme tales o cuales medicamentos, a volver al consultorio del médico y a repetir el mismo ciclo una y otra vez varias veces al día durante diez días consecutivos.
Por fortuna, la ciencia venció a la enfermedad, y aquí estoy de nuevo con libertad para no tener que quedarme en casa. Y ¿qué he encontrado de nuevo al salir a la luz del sol? Nada nuevo. Los mismos chismes políticos. Los mismos atracos. Las mismas protestas populares. Las mismas promesas oficiales. Los mismos apagones. Los mismos choferes peleándose por las rutas. La misma basura en las calles.
Entonces ¿para qué salir a la calle? Prefiero seguir siendo el mismo tipo casero.