Ha ocurrido tantas veces que sin haber hecho una investigación en regla, algunas personas, legítimamente preocupadas por una fatídica ola de violencia enfermiza que ha costado la vida a varias mujeres, o por el gusto de repartir culpas, aventuran juicios acerca del comportamiento violento de algunos hombres.
En uno de estos repartos de culpas, hasta a los medios masivos de comunicación les ha tocado, tal vez con razón.
Ciertamente, quienes se ocupan a diario de la opinión pública pueden haber notado que a uno de estos asesinatos por despecho le sigue otro y a veces varios en muy corto tiempo.
Si las autoridades de Salud Pública también lo han notado tal vez estén ante la oportunidad de iniciar una campaña de orientación a favor de la familia, porque cuando ocurre un hecho de este tipo no se trata sólo de que tenemos a una mujer finada y a un asesino encarcelado, y a veces muerto también por propia mano, sino de parientes de víctima y victimario llamados a sufrir durante algún tiempo, o para toda la vida, por la mala acción de un enfermo.
Uno de estos casos recientes tuvo lugar en Sosúa. Y al ser detenido, el homicida declaraba su arrepentimiento.
Lamentablemente, la contrición no le devuelve la vida a su víctima ni colma de amor a quienes llenó de dolor. Todo lo que se puede hacer, para bien o para mal, es aplicar lo que para estos casos tiene previsto la ley penal.
Varias entidades o instituciones pudieran ser invitadas a ocuparse de manera permanente en la prevención de estos hechos lamentables, pero de todas quizás la más efectiva sea Salud Pública, que debe tener a buenos psiquiatras y psicólogos a quienes encomendar esta necesaria orientación.