Ahora que se halla extendida por todas partes una cierta tendencia a reclamar la debida atención a la salud mental, tal vez sea conveniente establecer un posible vínculo entre esta y el comportamiento dominante en las vías públicas.
Si después de años mostrando hechos y estadísticas que nos colocan entre los primeros lugares de la lista de países con más altas tasas de muertes por accidentes de tránsito mantenemos el comportamiento que hacen de nuestras calles y carreteras lugares muy peligrosos, algo debe de andar mal.
Y tal vez tenga que ver con la salud mental, puesta entre los intereses de la opinión pública por dos hechos, uno de ellos una mujer que se habría lanzado al vacío con su hija desde el cuarto nivel de un edificio, y otro también el de una madre que dispuso de la vida de su hija al parecer impulsada por una voz interior.
La cantidad de muertes causadas por la forma de conducir vehículos de motor, grandes o pequeños, es inmensa sólo en el último decenio.
Los conductores de motocicletas son tantas veces víctimas en el año que nadie repara en que esto refleja un desprecio enfermizo por la propia vida, por la de los otros, por la seguridad ajena y por los bienes ajenos.
Las únicas muertes que parecen escandalizarnos son las de la política, particularmente cuando tienen lugar por la intolerancia desde el poder.
El comportamiento de un conductor que hace un año causó al amanecer el destrozo de un minibús cargado de estudiantes en Hato Mayor ya no es ni siquiera anecdótico, y pocos recuerdan, como no sean los familiares, que en Quita Sueño de Haina un minibús fue golpeado por un camión hace menos de un año con un saldo de más de una decena de muertes.
Si los hechos conmueven, pero no aleccionan, tal vez la siquiatría esté en condiciones de hacer algo por nosotros.