La pandemia de la Covid-19 continúa causando estragos en su ya avanzado segundo año, con balances aterradores a escala global en mortalidad, morbilidad, rebrotes, variantes y efectos colaterales en la economía, las organizaciones sociales y las reglas de juego jurídicopolíticas de los Estados, tanto en Oriente como en Occidente.
En su ensayo “La sociedad paliativa. El dolor hoy” (Herder, Barcelona, 2021), Byung-Chul Han, autor además de brillantes ensayos como “Muerte y alteridad” (Herder, Barcelona, 2018), “Hegel y el poder.
Un ensayo sobre la amabilidad” (Herder, 2019) y “Caras de la muerte” (Herder, 2020), entre otros, sustenta que el virus refleja, de hecho, la sociedad en que vivimos, una sociedad de supervivencia.
Son equivalentes la sociedad paliativa, que todo lo suaviza hasta resultar agradable, complaciente, y la sociedad de supervivencia, en que asumimos que hay que sacrificar la libertad y demás derechos fundamentales a favor del confinamiento, el estado de excepción, la cuarentena, porque hay que sobrevivir a toda costa. Vida es sinónimo de cuarentena, de anquilosamiento en la sobrevivencia, de reducto biológico que hay que preservar y optimizar, además de medir con termómetros y oxímetros, con miras a seguir siendo piezas aceitadas de la sociedad de rendimiento productivo, que convierte el confinamiento en teletrabajo hasta la autoexplotación.
Porque la pandemia estremece y asusta al capitalismo, pero no lo elimina. Tampoco al totalitarismo comunista ni al cantinflesco socialismo del siglo XXI.
Ahora bien, el otro lado oscuro y complejo de esta situación, que no analiza el autor en su más reciente ensayo es el riesgo catastrófico que podría significar al individuo romper los diques de la afición actual por la supervivencia, y llegar a contagiarse, con vacunación o sin ella, para tener que lidiar con hospitales y clínicas colapsados, con cadáveres en las aceras, con pacientes crónicos en marquesinas y pasillos de centros de salud, entre otros desafíos a las estructuras sanitarias y al personal de salud.
Hay que resistir y sobrevivir a la pandemia, evitando que la necesidad de supervivencia se transforme en una histeria colectiva, que nos paralice y encierre de tal modo que lleguemos a convertirnos en muertos vivientes. Pero, resistir es la consigna.
El dolor es inherente a la vida con sentido, a la vida con propósito. Padecer el dolor es un arte y de ahí su pertinencia poética.
La eliminación del dolor es otra de las falsas promesas de la modernidad, cónsona con su afición paliativa y su bienestar. ¿Nos han convertido las toneladas de analgésicos consumidos por año en el mundo en una sociedad menos dolorosa? ¿Acaso más hipersensible? Porque, ¿no son vergonzosos síntomas de dolor las guerras, la pobreza extrema, las caravanas migratorias, los campos de refugiados, las cárceles inmundas, los manicomios, los cinturones urbanos de miseria? Hay en nosotros una privada actitud narcisista e hipocondríaca que bloquea todos esos dolores a nuestra resiliencia individual y nuestra hipersensibilidad anestésica online.
Rehuimos el compromiso de narrar el dolor y nos contentamos, aun sea en la denuncia, con contabilizarlo, volverlo dato, adición, estadística.
El dolor es la verdad encarnada, es la realidad. “Siento dolor, luego existo”. El dolor es un estímulo para la imaginación artística.
La estética del dolor hizo posible La piedad de Miguel Ángel, El grito de Munch, el Guernica de Picasso, la obra de Frida Kahlo. También a escritores como Kafka, Semprún, Levi, Musil, Frankle o Cyrulnik. Asumirse “homo doloris” engendra la conciencia del dolor y su posibilidad de expresarlo simbólicamente.
Una conciencia ética y estética del dolor nos llevaría por la senda de la construcción de una sociedad salvífica diferente y superior a la paliativa, anestésica, narcisista y megalómana en que hoy nos complacemos.