Una nube de pesimismo se cierne sobre la isla. Es corriente oír decir que este país se embromó, con otra palabra.
Que este año y los que siguen van a ser terribles. Que no se puede creer en nadie, que todos somos corruptos, que este es un pueblo hipócrita.
No niego que a veces a mí también me asaltan esos temores, pero cuando eso me ocurre una brisa de esperanza me ablanda el corazón y doy cabida a la utopía.
Parece tonto, ¿verdad? Pero yo no lo creo así. Por el contrario, en estos tiempos de crisis moral y de menosprecio por los valores éticos que tanta falta hacen a la sociedad, es necesario alimentar las utopías y los sueños. No olvidemos que hubo un tiempo en que la mayoría de las cosas buenas que hoy conocemos y disfrutamos no eran más que sueños.
Para muchos, la utopía es sinónimo de ilusión, de sueños divorciados de la realidad, de cuentos de hadas, algo fruto de la imaginación. Para los que así piensan, la utopía es un obstáculo si se quiere triunfar poniendo los pies en la tierra.
Son incapaces de entender que siempre es posible mejorar lo que hay, y no conformarse con lo mediocre. Pero la verdad es que la utopía nos permite darnos cuenta de que lo que se está haciendo puede ser bueno, pero que puede ser mejor.
Resistirse a aceptar la utopía de una República Dominicana mejor que la que tenemos, sin corrupción, sin mentiras políticas, con seguridad ciudadana y con sentido de la ética en todos los niveles, es aceptar que todo se seguirá haciendo como siempre se ha hecho, porque no hay manera de mejorarlo; es aceptar, sin más, que está prohibido rebelarse contra lo mediocre, lo rutinario y lo indigno, es aceptar que no se puede aspirar a la excelencia, es conformarse con la pasividad y lo indigno.
Así espanto yo los temores que a veces asaltan mi espíritu.