Cada vez con más frecuencia me pregunto si se trata de un deprimente estado de ánimo colectivo o si soy yo quien se va convirtiendo día a día en un ente pesimista y desesperanzado.
Lo cierto es que por momentos siento una pesadez tremenda sobre mis hombros sin comprender por qué no nos proponemos, de una vez por todas, rescatar a nuestro país del agujero negro adonde vamos cayendo sin freno.
Los problemas que nos agobian son de toda índole. No creo necesario enumerarlos nuevamente, porque todos, o mejor dicho, la inmensa mayoría de los dominicanos, los vivimos y los sufrimos.
Los políticos, que se supone son los llamados a proporcionar a la sociedad el bien común, no son dignos de confianza: han demostrado con creces que no son de fiar, que mienten a mansalva y que solamente piensan en sus bolsillos. La corrupción ha invadido todos los espacios públicos y privados. Y la indiferencia general equivale a una patente para que cada cual haga lo que le da la gana a sabiendas de que no habrá sanciones.
Desde el simple robo de una luz roja en el semáforo hasta la adjudicación de obras públicas multimillonarias de grado a grado, desde el incumplimiento sostenido de las leyes hasta la procacidad de cualquiera que se para frente a un micrófono o una cámara de televisión, todo es degradación moral. Y a nadie parece molestarle.
Yo creo firmemente que estamos camino del abismo, pero que todavía hay una posibilidad de salvación, y no es tan difícil: basta con cumplir y hacer cumplir las leyes, empezando por la cúspide del poder y bajando verticalmente hasta los más mínimos niveles de la ciudadanía. Que nadie me diga que no se puede.
Solamente hace falta un auténtico y sincero deseo de hacerlo, y jugársela, como se dice en el argot popular.
Y habréis hecho justicia, como dicen los abogados.