La honestidad y la corrupción están repartidas de manera muy democrática en todas las áreas de la sociedad. Pretender que tal o cual profesión, tal o cual oficio o actividad, es más honesto o corrupto, es pura demagogia. Ni siquiera las apelaciones a género, edad o clase social como actores más honestos o corruptos son discursos vacíos, no hechos. Una antropología realista nos muestra que el esfuerzo por ser una persona íntegra o la laxitud ética no tiene un patrón especial en la conformación de la sociedad dominicana. ¿Razones? La falta de una fuerte moralidad en la cultura dominicana y la ausencia de consecuencias en el cumplimiento de las leyes, que genera un escenario donde ser honesto o corrupto es cuestión de decisión personal. En otras sociedades la moralidad dominante o el cumplimiento estricto de la ley obliga a que no sea una opción personal el ser honesto y evitar la corrupción, sino que la sociedad y el Estado obliga a ello.
Lo dicho en el párrafo anterior es lo que ayuda a entender que tengamos la sensación de que la corrupción arropa de manera especial a la clase política, en el gobierno y la oposición, pero esa impresión es falsa, producto de la atención de los medios sobre la actividad de los políticos y por que usualmente la acusación de corrupción es una de las armas propagandísticas más utilizadas por los actores partidarios. Basta recordar que el PLD, que hoy desde el gobierno muestra una profunda gangrena de corrupción, cuando era oposición en los 80 elaboró unos famosos álbumes de corrupción contra el PRD que comparado con el tiempo presente lo dicho en esas publicaciones era juego de niños frente a las denuncias contra ellos mismos en la actualidad.
Existen semejantes niveles de corrupción en los negocios, en las organizaciones sociales, los ámbitos religiosos, las relaciones interpersonales, los medios de comunicación, sin ningún sesgo de clase social, entre los ricos y los pobres, o de género, entre hombres y mujeres, o entre jóvenes o ancianos. Y al igual que hay corrupción en todos los ámbitos hay ejemplos abundantes de mucha gente íntegra, honesta, que trabaja y vive de su esfuerzo, sin engañar, ni robar, ni estafar, procurando servir a sus semejantes, no esquilmarlos, ni violentarlos, ni humillarlos. Esta dosis de realismo la necesitamos si queremos iniciar una autentica reforma de nuestra sociedad.
La información sobre la corrupción que nos brindan periodistas como Marino Zapete, Huchi Lora, Juan Bolívar Díaz, Alicia Ortega o Nuria Piera, intelectuales como Andrés L. Mateo o el reciente aporte de la diputada Faride Raful, es un gran servicio para el conocimiento de la enfermedad que nos está matando como sociedad. La ausencia de una efectiva acción del ministerio publico sobre estas denuncias, la venalidad de la judicatura que extiende la impunidad sobre crímenes dramáticos por el poder económico o político de los imputados, opera sobre el conjunto de la sociedad como una pedagogía perversa, diluye la necesaria moralidad social y convierte en una farsa el estado de derecho.
Asistimos a una nefasta solidaridad social con el crimen, sea por impotencia de quienes queremos cambiar esa realidad, o por la falta de carácter de quienes siendo honrados personalmente no se atreven a intervenir en la corrección de la patología social que padecemos. Esa tendencia tiene un nombre conocido desde hace más de 2 mil años, se llama estoicismo, que es una forma de individualismo moral muy recurrente en momentos de extendida crisis en varios casos históricos. Los estoicos consideran que la felicidad consiste en liberarse de las pasiones y deseos externos que nos afectan y cultivar una vida personal buscando la sabiduría y el dominio del alma. Esta propuesta filosófica es positiva en sí misma, pero acarrea un daño terrible porque desvincula al individuo de su necesaria responsabilidad social. No somos entes aislados, definirnos como individuos vinculados socialmente es falso, somos una comunidad que posibilita el desarrollo de nuestra individualidad, por lo que nuestra primera y necesaria obligación es cuidar de la buena marcha de la sociedad para que nuestra vida personal encuentre los necesarios espacios de libertad y valores para su desarrollo.