No es un concepto nuevo que en la evolución de las democracias contemporáneas en sociedades que han logrado desarrollar este sistema político, las relaciones de poder, la gobernabilidad y la capacidad de generar consensos desbordan no quedan todas contenidas en el sistema político formal, constituido sobre todo por los partidos políticos y que tiene en el régimen electoral una de sus instancias fundamentales.
Ya hace décadas autores como Norberto Bobbio, Robert Dahl y James Fishkin nos guiaron hacia una visión de la democracia como mucho más que un régimen competitivo basado en el escrutinio electoral, definiendo con claridad que, trascendiendo la selección del liderazgo resultante de las elecciones entre partidos, la democracia constituye un sistema de deliberación y producción de consensos, de acuerdos sociales en la que la armonización de intereses contrapuestos o simplemente diversos mediante el juego de la negociación y la integración en la agenda de gobierno de puntos de vista que no son plenamente representados por la arquitectura del sistema de partidos.
La integración de todos los puntos de vista posibles en una agenda de gobierno es un arte que va mucho más allá de ganar elecciones, sin descontar que éste es un hito fundamental en la gobernabilidad y la legitimidad.
Desde esta perspectiva, integrar la agenda de la sociedad civil (que no es un conglomerado homogéneo ni una membresía como si lo es la adhesión partidaria sino que representa una diversidad a veces contradictoria de puntos de vista), construir grandes consensos sociales, antes que ser una debilidad o un error es un paso de avance para lograr un sistema político más plural, con niveles de legitimidad y capacidades de generación de consenso que no han sido precisamente una característica de nuestra sociedad.
Conectar con la sociedad civil no es una debilidad, sino una fortaleza.