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Sobre vidas tristes y miserables

Roberto Marcallé Abreu Por Roberto Marcallé Abreu
Sobre vidas tristes y miserables
📷 Roberto Marcallé Abreu

Cuando observo el rostro desbordado de tristeza de esa muchacha de apenas 24 años, Glendry Gómez Genao, una sensación de malestar me paraliza y roba la tranquilidad de espíritu. Patria Reyes, comunicadora, nos dice con palabras conmovedoras que Glendry “estuvo muerta durante diez minutos”.

El hecho se produjo poco después de recibir el diagnóstico de que padecía de insuficiencia renal. Su vida se transformó.

“Ella permanece casi todo el tiempo en cama”, expresa su madre. “Sufre de temblores que le impiden desarrollar sus actividades. Habla con dificultad y no logra recordar el instante en que conoció por un momento la muerte”. El trasplante de un riñón cuesta un millón de pesos.

Los informes sobre el viacrucis por el que transitan tantas personas no parecen tener fin. Un señor, muy entrado en años, nos observa fijamente. Estamos en un paraje próximo a la ciudad.

Se le dificulta caminar y debe ayudarse con un pedazo de madera que apoya en la tierra.

A sus espaldas, se vislumbra un rancho construido con restos y desperdicios de materiales de construcción.

Nos muestra, entonces, un envase con un fondo de cerezas hervidas. “Es de lo que me alimento”, dice.

La angustia y la tristeza que reflejan ese rostro cansado y sin fuerzas son estremecedoras. Una vecina nos aclara que ocasionalmente ella le regala un poco de comida para evitar que se muera de hambre.

Años atrás, cuando escribía mi novela “Las calles enemigas”, decidí hacer una incursión instructiva en un específico barrio marginado levantado al borde de una cañada en Cristo Rey.

La experiencia me dejó agobiado y aturdido. Hay que sortear declives, hoyos y zanjas. El sendero es resbaladizo y peligroso. Quienes lo habitan, dijo un amigo que se ofreció a acompañarme, “son personas de vida marginal. Hay mucho resentimiento y amargura en el lugar”.

El camino de tierra empezó a encogerse hasta transformarse en un pasadizo de menos de dos metros de tierra amarilla y roja, apisonada y dura en el centro y blanda y lodosa en los extremos.

En los márgenes se amontonaban hileras de casuchas desmigajadas y retorcidas, como si fueran a precipitarse sobre sí mismas. Toda clase de desperdicios fueron utilizados en su construcción: pedazos de zinc, restos de asbesto cemento, maderas de cajas de embalaje, plásticos que sostenían con alambres, sogas y clavos.

Avanzamos un tramo. A la izquierda y de repente observamos una hondonada cuyo fondo estaba repleto de agua podrida, espesa y turbia. La pendiente estaba atiborrada de miles de fundas plásticas que, por su olor ominoso probablemente contenían toda clase de desperdicios, basura y heces humanas.

La pestilencia era sobrecogedora. Niños desnudos merodeaban apáticos e indiferentes en esa atmósfera aterradora.

Tenían la piel plagada de pústulas, los ojos desvaídos, la mirada apagada, el pelo amarillento y los cuerpos esqueléticos.

Mujeres y hombres tropezaban con los visitantes de manera intencional y a los que maldecían con calificativos espeluznantes. A sus espaldas les seguían con miradas y gestos de odio e ira.

Lo sabemos: Las nuevas autoridades hacen lo posible por normalizar una situación que ya era en sí misma anómala, debido a la depredación de los fondos públicos, la absoluta degradación de las instituciones, la corrupción generalizada, la delincuencia, el evidente poder de grupos vinculados con el crimen y la droga. Solo que es un largo camino a recorrer.

Patricia Highsmith, en su novela “Mar de fondo”, nos cita el dialogo de un hombre apacible y observador cuya esposa parece coquetear con un visitante. Alguien le dice: “¿Me permites que te diga que creo que tienes una paciencia de Santo? Sí, tienes esa virtud, esa paciencia. Es como si estuvieras esperando y un buen día fueras a hacer algo”.

Es ese pueblo abusado el que aguarda con paciencia que se haga ese “algo” contra los responsables de su angustia, su pobreza y sus vidas tristes, abatidas y miserables.

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