Hacia 1600 el territorio de la colonia española debió medir unos 76,000 km2, incluidas sus islas adyacentes: Alto Velo, Beata, Catalina, Saona, Gonâve y la Tortuga.
A partir de las devastaciones de Osorio de 1605, y sobre todo desde 1630 por obra de los filibusteros, el territorio se fue encogiendo progresivamente, y ya para 1777, cuando se ratificó en Aranjuez el Tratado fronterizo de San Miguel del Atalaya, la porción dominicana debería medir solamente unos 51,300 km2, conformando el resto la colonia francesa de Saint-Domingue al oeste de la isla.
Fruto de la ocupación parcial consumada en 1796 al amparo del Tratado de Basilea, la de Henri de 1808/1809 y la de Soulouque de 1856, para este año la superficie territorial dominicana debió perder otros 3,000 km2, reduciéndose a unos 48,300 km2 cuando los pueblos de San Miguel, San Rafael, Hincha, Las Caobas y parte de Bánica, previamente españoles, quedaron en posesión de Haití.
Nuestra primera Constitución no reconoció esas pérdidas, y en 1844 estableció que “la parte Española de la Isla de Santo Domingo y sus islas adyacentes, forman el territorio de la República Dominicana”, remitiéndose implícitamente al Tratado de Aranjuez como referente de sus límites.
Diez años después se fijaron explícitamente con apego a dicho Tratado en la primera revisión a la Carta Magna hecha el 16 de diciembre de 1854.
En 1874 el gobierno del presidente Ignacio María González suscribió el Tratado de Paz con Haití, ciertamente confuso en términos limítrofes, mediante el cual los dominicanos terminaríamos cediendo los aludidos territorios ocupados por ese país en el curso de las ocho décadas previas a su firma. Todavía en 1895 la cuestión fronteriza objeto de ese acuerdo continuaba indefinida e incluso condicionó un plebiscito a principios de junio que decidió la intervención arbitral del Sumo Pontífice.
Fue con el Tratado Fronterizo de 1929 y concretamente luego de firmarse su Protocolo de Revisión en 1936, cuando se establecieron definitivamente los actuales límites geográficos del territorio nacional, constreñidos a los 48,300 km2 que quedaban en 1856.
Las ocho versiones constitucionales de 1844 a 1874 remitieron los límites de la República al indicado Tratado de Aranjuez. Debido al acuerdo firmado con Haití el año anterior, se obvió en la de 1875 para en cambio prever establecerlos mediante un tratado especial, que como se ha dicho, quedó supeditado al arbitraje papal.
Las once Constituciones sancionadas entre 1877 y 1934 retomaron el de Aranjuez como referente de los límites territoriales, pero ninguna de las dos revisiones de 1942 y 1947 especificó tratado alguno. Los nueve textos constitucionales que van de 1955 al presente 2015 han fundamentado el alcance territorial al citado Tratado de 1929 y su Protocolo de Revisión de 1936.
Hasta la Constitución política de 1955, los límites geográficos de la República se referían solamente a la superficie del suelo. Sin embargo en el texto constitucional de 1960 el territorio nacional creció añadiéndosele los derechos sobre el mar territorial y la plataforma submarina correspondiente.
Con la Constitución de 1963 el territorio volvió a expandirse agregándole a lo anterior el correspondiente espacio aéreo que lo cubre.
La Carta Magna de 2010 produjo el tercer ensanchamiento territorial de la República incorporando el espectro electromagnético como nuevo elemento del ámbito geográfico de la nación.
El advenimiento de la aviación permitió que la ocupación territorial se perpetre también invadiendo el espacio aéreo, y la revolución tecnológica, fruto evolutivo del circuito integrado, la posibilita además, penetrando el espectro electromagnético.
Mar territorial, plataforma marina, espacio aéreo y espectro electromagnético, son ahora parte de la geografía nacional.
Lamentablemente, el espectro cultural, vital para la preservación del carácter y la identidad nacional, y objeto de una invasión silente continua, no forma parte del ámbito territorial de la Patria.
El punto clave es, de todos modos, que los nuevos territorios ganados constitucionalmente, probablemente no compensan los perdidos físicamente desde principios del siglo XVII. Un balance al respecto podría justificarse.