Sobre la duración contemplativa

Sobre la duración contemplativa

Sobre la duración contemplativa

José Mármol

La pandemia de la Covid-19 ha impreso una marca dolorosa en la civilización del siglo XXI, banalmente consumista, orgullosamente individualista y fanáticamente tecnológica e hiperconectada, que será vista por la historia como un singular punto de inflexión que solemos catalogar como resiliencia. Nuestra noción de tiempo deriva de una quiebra semántica. El tiempo ya casi no tiene duración.

Las cosas y las relaciones humanas carecen de duración. Lo efímero, lo fugaz, lo esquivo, lo que no establece lazos parece ser el denominador común de la hipermodernidad.
Para Kant, el tiempo es algo que se nos da a priori, es decir, antes de la experiencia; algo que hace desaparecer las cosas objetivas (en su caducidad), pero que no desaparece en sí mismo; una forma pura de la intuición sensible.

Para Bergson el tiempo es la duración, aunque la duración no es solo tiempo, no se reduce a la sucesión de instantes, ella es invención, conciencia cambiante. El tiempo de la conciencia no es divisible, irrepetible. No lo atrapa el espacio.

En Einstein, para quien el tiempo de los filósofos -refiriéndose a Bergson- no existe, porque es metafísico, el tiempo está íntimamente vinculado a las dimensiones de la espacialidad y es objeto de mensurabilidad. Para Borges el tiempo es la música, una forma del misterio.

Para Cristo, el tiempo habrá de ser la duración del perdón, que no se mide por horas, sino en sentimiento; que no se aprecia en los días, sino en la eternidad del instante de la fe.

Corren los días de la Semana Mayor y el tiempo de Cristo, que históricamente aparenta haber pasado hace más de dos milenios, se hace presente en cada acontecimiento y en cada momento en que la conciencia de la existencia se vuelve espíritu y se eleva a la gracia.

Bajo esa actitud contemplativa, que trasciende el tiempo, los muros de los templos y la escritura misma de las fuentes sagradas, se me revela la infinita dimensión del “Poema a la duración” (Lumen, 2019) del escritor-pensador austríaco Peter Handke (1942), fechado en marzo de 1986.

Para Handke, en la línea de Bergson, la duración es un sentimiento, no una sucesión temporal; es el sentimiento de la vida en su completud; es la felicidad en la experimentación de las nimiedades del día o la noche; es la sensación de haber encontrado el sentir adecuado a un milagro, no al éxtasis; es la aventura de la cotidianidad; es la conciencia plena de una vinculación espiritual con lo que nos rodea. Para él la duración se fundamenta en la escritura misma como práctica del amor.

“El poema de la duración es un poema de amor”. Escuchar el silencio, temer y temblar en su atención es la duración. Esa conciencia de la duración nos lleva al descubrimiento de saber lo que hacemos y de saber, por lo que hacemos, quiénes somos. La duración es el momento y el lugar donde nos conforta el descansar.

“La duración es mi relevo, / me deja andar y me deja ser”. Se niega a sí mismo la vida quien no ha sentido esta forma estética y profundamente espiritual de la duración.

La pandemia y sus medidas para contenerla, como el confinamiento y el distanciamiento físico, más toda la presión que en términos emocionales su impacto de morbilidad, letalidad y crisis produjo en nosotros, nos hizo pensar que el tiempo se había detenido; todo quedó en suspenso. Sin embargo, nuestra conciencia siguió activa, creativa, inventiva, esperanzada en superar el estadio de pánico e incertidumbre.

El poema de Handke dice que la duración supera las catástrofes diarias y el cómputo de víctimas. La duración es contemplar.