Aquí hay un ostensible estancamiento político. La transición hacia un régimen democrático basado en normas e instituciones efectivas debió producirse tras la caída de la tiranía trujillista en 1961. Esa transición fue mediatizada por culpa de la mano yanki y de la complicidad de líderes y fuerzas políticas nacionales que impusieron el trágico “borrón y cuenta nueva”. El trujillismo sin Trujillo quedó en pie. Como cultura política y concepto del ejercicio del gobierno, como culto excesivo al presidencialismo y sumisión de todas las instituciones a la voluntad y el interés político del presidente de turno y como tentación viciosa de reelegirse de todo el que alcanza la presidencia.
Más de cincuenta años después, y aunque no puede afirmarse que vivimos una crisis política, pero hay un agotamiento del régimen político y estatal y de la vieja institucionalidad. Cuál es la institución que puede preciarse de autónoma y soberana ante el poder presidencial, y cuál de ellas está al margen de la manipulación política y goza de la confianza indispensable para ser digna de la majestad que suele atribuírsele. Esa realidad es el obstáculo inmediato a remover para avanzar hacia una verdadera revolución democrática, una real democratización del ejercicio estatal y la vida política del país. Esa transición sigue pendiente.
Superar ese régimen, para fundar instituciones efectivas y funcionales y organizar la transición pendiente, necesita de una fuerza política debidamente organizada, respaldada por concurso de la más amplia suma de voluntades y sectores nacionales. Y eso no se construye en días. Digo esto por el tono de algunos pronunciamientos recientes, que por bien inspirados que estén, no son sino hijos de la desesperación, la flojedad, la impaciencia propias de algunos sectores de la pequeña burguesía, que parecen a veces muy radicales, pero son incapaces de enfrentarse al reto de una labor paciente y sistemática. No se organiza un pueblo como se funda un campamento, dijo Martí a Máximo Gómez cuando preparaban “la guerra necesaria” por la independencia de Cuba. Y aquí cabe decir algo parecido. Se trata de formar un ejército cívico, un ejército político y lo radical no es la impaciencia, ni su inseparable amiga la estridencia, si no sus contrarios, el aplomo, la constancia, la perseverancia y la labor indesmayable, continua, junto al pueblo para la conquista del cambio político que, ineludiblemente, implica el cambio del gobierno.