Una de las cosas que menos me gusta de eso de madurar y crecer es que vamos perdiendo cierta pureza e ingenuidad de pensamientos y de sentimientos. Ver cómo los niños miran el mundo de esa manera tan natural, tan abierta es algo que siempre me ha fascinado.
Según vas creciendo, aprendiendo y encontrándote con situaciones y personas más allá de tu círculo de protección, es que vas asimilando que hay que ser prudente, analizar situaciones e incluso muchas veces desconfiar.
Y no es que en esencia esto sea malo, todo lo contrario, es que al ir asumiéndolo vamos creando prejuicios y perdiendo lo anterior… esa parte de niños que todos deberíamos mantener para que el mundo sea bastante mejor de lo que es.
¿A qué me refiero? A mirar a nuestro alrededor con deseos de aprender, de entender, de dar la oportunidad a que nos lleguen personas, informaciones y situaciones sin tener prejuicios.
¡Cuánto daño hacen los prejuicios hoy en día! Salimos a la calle casi con la predisposición de que es una jungla en la que entramos y debemos desconfiar de todo y de todos.
Eso nos mantiene siempre en una cierta tensión y en ver lo que nos rodea como una amenaza en vez de como una oportunidad.
Y no crean que es que hablo de ir por la vida en una nube de algodón, no, es tener la mente abierta y dispuesta a que lo que nos rodea sea bueno, positivo y no siempre veamos el lado malo de las cosas y de las personas.
¿Existe? Claro que sí, el problema es que estamos dejando que ese lado malo gane la batalla en vez de ser al revés, que eso sea la excepción y no la regla. Volvamos a ser niños otra vez.