Los mediadores que ignoran nuestros miedos y debilidades están descalificados para intervenir. Sólo quien conoce lo que estamos dispuestos a ceder, para ganar un escalón de mucho mayor valor, podrá alzar su voz a nombre nuestro.
Desde niños, en un ambiente lúdico, ya sea en la escuela o con nuestros padres, aprendimos las reglas mínimas de convivencia. Por ejemplo, nos animaron a competir para ganar y nos enseñaron a gestionar nuestras emociones para manejar el triunfo y la derrota. Asimismo, aprendimos a recibir con alegría los recuerdos gratos y a atenuar los desagradables, pero lo cierto es que hay momentos de nuestra niñez y adolescencia, que quedan grabados en nuestra memoria para siempre.
Es más, si pudiéramos escoger no recordar las imágenes desagradables, haríamos serios ajustes para que ellas no regresaran, pero en nuestro cuerpo hay áreas que funcionan de modo involuntario, y ciertamente hay cosas que no podemos evitar verlas venir y repetirse en la gran pantalla de nuestros recuerdos.
Algunas de las situaciones que suelen volver una y otra vez a nuestra memoria, tiene que ver con los momentos en que tuvimos que competir con un adversario, ya en el ámbito deportivo o en el ambiente meramente académico. Muchas fueron las veces en que, fruto del desacuerdo, fue necesario la intervención de un adulto con autoridad o con mayor conocimiento para esclarecer dudas en una o ambas partes.
Cuando el proceso de esclarecer las cosas no iba bien, era común que la violencia verbal antecediera la violencia física o en la posterior acumulación de resentimientos en otros casos. Si veíamos que en el hogar, también los desacuerdos devenían en violencia, entonces interiorizábamos que “ese” era el método adecuado para dirimir diferencias: el pleito, la contienda.
Creo que aún queda mucho esfuerzo por hacer de parte de nuestros padres o cuidadores, para construir una sociedad de mayor equidad y menos proclive a la violencia. No enseñamos lo suficiente para lidiar con el desacuerdo. Al más mínimo asomo de diferencia con alguno de los hermanitos, la madre interviene e impone la paz de un plumazo: escondiendo el juguete por el que se pelean, concentrándose en aquel que reaccionó violentamente o en el que dijo la palabra áspera. En esa misma tesitura, la maestra irrumpe separando las posiciones de los compañeritos en el aula, para evitar algún conato.
Las interacciones, no necesariamente se basan en los principios de negociación que hoy día enseña Harvard, pero tampoco en los consejos bíblicos del libro de Proverbios en su capítulo 15. Obligar a pedir un perdón que no se siente de manera genuina en el corazón, llena de ira a los niños, incluso en contra de la propia autoridad que invita a mejorar las relaciones y a que se fortalezcan los vínculos afectivos. Frecuentemente, el efecto es el opuesto, al menos en el corto plazo.
El largo plazo de la ira viene después, al descubrir siempre que el que tiene que pedir perdón siempre será la misma persona.
Necesitamos, como padres, hacernos conscientes de que nuestros hijos no se tratan como tratamos a nuestros colaboradores en el trabajo, ni como a empleados, ni tampoco como a alumnos distantes a quienes sólo corregimos e imponemos tareas.
Es necesario dejar sin empleo a los terapeutas familiares, despedir los mediadores, y cancelar a los expertos negociadores para que se dediquen a otras actividades profesionales. Hay cosas para las que venimos diseñados “de fábrica”, pero las “muletas imperfectas” impuestas por quienes nos cuidaron a nosotros, nos incapacitan para ser efectivos frente al desafío de lidiar con un desacuerdo. Es tiempo de empezar a perderle el miedo, conscientes de que hay otro destino, diferente al de la violencia, muy parecido al acuerdo entre las partes, un acuerdo en el que ambos ganen.
Si nuestro diseño neuronal es superior, si nuestra capacidad de razonar supera las posibilidades de los primates, así como de una inmensidad de especies animales, y nuestro accionar está determinado por nuestros temores y esperanzas, entonces, sólo está en capacidad de representarnos como mediador, aquel que conoce el interior de nuestro corazón, nuestros anhelos, pero también nuestras flaquezas. ¿A quién reclutaría usted para esa tarea?
*El autor es Consultor de Servicios y Administración Pública.