Los estudiosos de la conducta humana parecen estar de acuerdo en que el hombre y la mujer común pasan entre seis y ocho horas diarias durmiendo, o sea la cuarta o la tercera parte de su vida entregada a los brazos de Morfeo, el dios del sueño.
Lo que no se ha establecido es cuánto tiempo nos pasamos sentados, tarea que me parece más difícil porque, si bien sólo se duerme acostado en una cama, hay muchas clases de sillas que obligan a hacer una cuidadosa clasificación.
Tenemos, por ejemplo, dos extremos, en uno de los cuales nadie quiere estar, que es la silla eléctrica, mientras en el otro extremo todos quieren estar, que es la silla de alfileres.
Otras sillas y sillones a tomar en cuenta son el del barbero, el de la estilista, el del dentista, la silla de ruedas, el sillón de los académicos de la Lengua y de la Historia, la silla de montar a caballo, el trono de los reyes, la silla plegadiza, la silla giratoria y otras que ahora no me vienen a la memoria.
¿Podríamos incluir en la familia de las sillas a los bancos, como los bancos de los parques, el banco adonde sientan a los peloteros que no están en el line-up y el banquillo de los acusados? Creo que sí, porque también sirven para sentarse.
En vista de que aparentemente no se ha hecho un estudio científico sobre el espacio de nuestra vida que pasamos sentados, me aventuro a sugerir que quizás sea tanto tiempo como el que transcurre mientras dormimos.
¿Y para qué sirve saber todo eso? Para nada, a no ser que me ha servido a mí de pretexto para llenar hoy el espacio de mi columna en EL DÍA.