Si Rusia, uno de los 15 países que siguieron a la Unión Soviética tras su desmembramiento en 1991, es todavía una genuina potencia mundial en 2016, es discutible.
El país es el más extenso del mundo y el tercer productor de petróleo.
Es una de las cinco potencias que tiene un puesto permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU con derecho a veto.
Es una potencia nuclear, algo que en tiempos de la Guerra Fría sólo podían decir cinco países aunque ahora hay nueve.
Su arsenal se ha modernizado progresivamente y el incremento sostenido en el gasto de defensa la ha acercado a su objetivo de dominar las guerras locales y regionales.
Pero la base económica de estas capacidades está disminuyendo de manera constante.
La economía de Rusia es la décima más grande en el mundo, produciendo poco de valor más allá de los hidrocarburos.
La corrupción y la búsqueda de rentas tienen un enorme costo económico.
Todavía carga con la era de la infraestructura soviética y su capacidad para satisfacer las necesidades educativas y médicas de la población está disminuyendo rápidamente.
Cualquiera que sea la opinión propia al respecto, hay dos puntos más a favor y en contra de la posición global de Rusia que son innegables.
Primero, Rusia se considera a sí misma como una gran potencia. No hay duda en ningún rincón del país.
Y segundo, China ha eclipsado a Rusia desde hace un buen tiempo como segunda potencia del mundo después de Estados Unidos.
Aún así, con la pretensión de Rusia de balancear sus prioridades hacia Asia y ante el desprestigio por su intervención en Ucrania, el país aún mide fuerzas con Occidente, particularmente con EE.UU.
Nicho en Eurasia
Independientemente de las medidas hipotéticas o reales, Rusia ha establecido un nicho para sí misma en el mundo político de Eurasia, sin aliarse con Europa o Asia pero buscando influir en ambos.
Su pertenencia al grupo BRICS de potencias emergentes –junto a Brasil India, China y Sudáfrica–, sugiere un reconocimiento de que Rusia no ha llegado a su máximo potencial y también de que como civilización es diferente de Europa.
Ciertamente por ahora no tiene deseo de ser parte de las organizaciones occidentales más prominentes, como la Unión Europea.
De hecho, Rusia se ha esforzado por llegar a sus propias alternativas durante los últimos años, entre las cuales la más reciente es la Unión Euroasiática, diseñada precisamente como contrapeso libre de la carga de las normas y los valores occidentales.
Si tendrá una vida más larga que sus predecesores, teniendo en cuenta la fallida fortuna de la economía rusa y la evidente reticencia de otros países a tenerla demasiado cerca, aún está por verse.
¿Potencia global o regional?
La misión de Rusia, más allá de la búsqueda de influencia, es difícil de discernir.
Es el enemigo más ostentoso de la promoción de la democracia en el mundo.
Pero su ayuda internacional es mínima, especialmente más allá de las otras ex repúblicas soviéticas, donde su objetivo es a menudo considerado como un arma de doble filo, y su contribución a las operaciones de mantenimiento de la paz de la ONU ha declinado desde la década de 1990.
Hasta la reciente campaña en Siria, Rusia había logrado decir de sí misma que era una potencia mundial, pero se comportó como una regional.
Su mayor desafío es preservar su importancia global, mientras que la mayoría de los indicadores pertinentes caen y sus aliados son pocos y distantes entre ellos, la mayoría gobiernos de facto logrados a la fuerza.
Para algunos, la preeminencia natural e histórica de Rusia significa que siempre será un jugador clave.
Otros temen que Rusia pueda compensar su debilidad involucrándose en aventuras riesgosas más allá de sus fronteras.
De hecho, para muchos, ya está haciendo precisamente eso.
*James Nixey es director del Programa de Rusia y Eurasia en el Instituto de Asuntos Internacionales Chatham House.