Signos de una nueva época

Signos de una nueva época

Signos de una nueva época

José Mármol

Con la irrupción en nuestras vidas de la pandemia del coronavirus, que causa la enfermedad Covid-19, muchos de nuestros hábitos, parte de nuestro entorno, espacios o intersticios de nuestros sistemas jurídico-políticos, roles de las instituciones establecidas, la dinámica del trabajo y la supremacía ritual del mercado, los ámbitos y prácticas religiosos, la vida del hogar, las áreas de esparcimiento, el culto al consumo, las procesiones en plazas comerciales y la intimidad de los individuos, las relaciones intersubjetivas y las prioridades cotidianas, entre otros actos y costumbres se han visto trastocados. ¿Qué estamos viviendo? ¿Una época de cambios o un cambio de época? Creo que lo segundo.

Una revisión, no necesariamente exhaustiva, de lo que acontece hoy, de cómo estamos viviendo cuarentenas, confinamientos, aislamientos, casi un millón y medio de infectados y cerca de cien mil muertos en el mundo a día de hoy, hospitales abarrotados, sistemas de salud públicos y privados colapsados, barrios o ciudades o países cerrados por la amenaza de crecientes nuevos contagios, en fin, una globalización puesta a prueba con el desmoronamiento de sus propios pilares y retada a reconvertirse en sus prioridades, fundamentalmente, la que había dejado rezagada, la posición central del ser humano y de su dignidad como persona.

Éramos una sociedad que se jactaba de la deriva que tomó el principio de individuación, el derecho a la individualidad, el goce de sentir que el yo era el centro del mundo. Esa postura nos hizo abandonar el nosotros, el espíritu de colectividad, para devenir en yo egocéntrico, narcisista, rampantemente individualista.

Ser solitario e indiferente en medio de la muchedumbre pareció, entonces, un privilegio, una dicha, una conquista histórica y cultural. Recursos como el distancimiento social y el aislamiento, ahora revestidos de imporescindible protocolo de prevención y contención de la pandemia, son advertidos de repente, cuando, en realidad, ese distanciamiento entre el yo y el otro, el déficit de la interrelación cara a cara, la bancarrota del natural e intraespecífico sentido gregario del ser habían sido reforzados por desviaciones en el uso de las tecnologías y el medio digital como la ciberadicción y la infoxicación.

Un acto tan elemental y emocionalmente necesario como dar el último adiós, acaso en su féretro, a un ser querido está hoy día vedado, tanto al espacio real como al virtual. Siento algo especial en el silencio, el mismo, de la noche hoy más larga. Veo en el mar de cada día una inquietante quietud, una adiposa parsimonia, que pareciera que, en vez de olas mueve interrogantes.

La ciudad exhibe un dejo de animal acongojado. Pasan ruidos de autos que parecen quejidos de otro mundo. Ahora descubro en los balcones y en las galerías quiénes son mis vecinos y siento una imperiosa necesidad de llamarlos, de reunirme con ellos, de apretarles la mano. Pero no. Estoy impedido de hacerlo.

¿Podré hacerlo con más fuerza en la nueva época? ¿Seremos mejores como especie después de esta experiencia? ¿O acaso es esta la apertura, el inicio del final del ser humano como la espontánea y azarosa evolución natural nos lo legó, para dar paso a la incertidumbre que proclama el transhumanismo en su promesa de un humano no humano, un poshumano, es decir, de un ser resultante de las antropotécnicas, las ciencias genéticas y la infotecnología, capaz de perfeccionarse algorítmicamente a sí mismo y de multiplicarse, un ser derivado de la modificación intencional de la herencia biológica, que sería capaz de conquistar la inmortalidad?

Nos ha llegado, por vía de una inédita desgracia, la oportunidad de reinventar el yo, la sociedad y el mundo. Está en nuestras manos cambiar el ambivalente curso de nuestra historia.



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