Difícilmente usted encuentre a un dominicano que le diga de frente: “sí, yo soy racista”; pero la verdad es que el prejuicio racial está muy enraizado en esta sociedad. A veces se expresa de manera muy sutil, cuasi “inofensiva”, otras veces de la forma más grotesca y denigrante.
Es que el prejuicio racial ha sido alimentado por siglos en nuestra América, de otro modo no podría justificarse la esclavitud, el sojuzgamiento de millones de negros africanos y su posterior marginación y explotación por parte de los europeos. Es una larga historia. Tan vergonzosa que muchos la prefieren olvidar, ocultar o, negar, simplemente. Aun así, negarse a ver no borra la realidad.
Reto a que alguien me desmienta si no ha visto incluso a negros hablando mal de los “jodidos” negros.
En nuestra isla se abolió la esclavitud. Primero, luego del triunfo de la revolución haitiana en el lado oeste (1804) y posteriormente en la parte oriental de Santo Domingo, lo que hoy es República Dominicana, tras la nefasta invasión encabezada por las tropas de Jean Pierre Boyer en febrero de 1822.
El haitiano invasor decretó la abolición de la esclavitud en la antigua colonia española, pero los prejuicios no se borran con un decreto.
Fueron más de dos siglos de esclavitud en todo el continente. Con la independencia de las antiguas colonias (de España, Francia y Portugal) se logró la desaparición formal de la esclavitud, pero los antiguos esclavos y sus descendientes vivieron en desventaja frente al blanco, tanto que hasta hace poco una persona era considerada inferior a otra por el color de su piel, aunque la persona denigrada fuera más fuerte, más inteligente o igual en talento.
Es cierto que en muchos casos el mestizaje y el estado de abandono por parte de la metrópolis fue tal que no había una gran diferencia entre el amo español y su siervo por allá por los siglos XVII y XVIII. Ambos apenas sobrevivían. Pero el blanco sentía que “era más” que el negro. También es verdad que aunque siguió latente en el subconsciente de los menos conscientes, el prejuicio racial se fue atenuando con el paso de los años.
Desgraciadamente nunca faltó el comentario de la madre blanca, negra o mulata que se alegraba si su hija o hijo se casaba con un blanquito o una blanquita “para mejorar la raza”. Tampoco el lamento de los padres del muchacho que, “afixiao como un perro” ignora las críticas y se muda con la más morena del barrio: “qué gusto más hondo tiene ese muchacho, no sé qué le halla a esa negra bembona, con nalgón del tamaño de un camión, Jesús santísimo”. Eso no quita que al final adoren a sus nietos de azabache.
Como en todas partes, aquí también los sectores más conservadores (no todos) siembran la discordia y promueven abiertamente el racismo, y especialmente el antihaitianismo. Hasta añoran la matanza de haitianos ejecutada durante la dictadura de Trujillo (1937). Es un discurso que incide socialmente en una época donde predomina el conservadurismo.
Seamos sinceros: aquí sí hay racismo, y mucho. Tanto que se levantan críticas fuera de tono y sin ninguna razón contra atletas bañados en oro en los Juegos Centroamericanos y del Caribe recién celebrados en El Salvador. Tienen tan limitada capacidad mental que hasta les duele que una negra descendiente de haitianos haya saltado tan alto que hizo sonar las notas gloriosas de nuestro himno nacional, o que otro negro llamado Bernardo Pie les callara la boca con una patada de oro.
Ninguno de ellos saltará tan alto por esta patria como Marisabel Sanyú; ninguno correrá tan rápido en nombre del país como Marileidy Paulino. No será por ahora, pero hay que educar desde una edad temprana a los hijos de República Dominicana para superar el racismo y la discriminación, pues más que falta de conciencia estas son manifestaciones de intolerancia que colindan con una preocupante discapacidad mental.