Ser funcionario público se está convirtiendo en un oficio de “alto riesgo”. Quien asume el compromiso de una función pública tiene que estar dispuesto a vivir con la presunción de corrupto, aceptar ataques personales, tener que aislarse y abandonar la vida social o exposición en lugares públicos.
Incluso, el que asume una función pública le toca descubrir que muchos de quienes aun se le acercan prefieren, discretamente, evitar tomarse fotos juntos para evitar que alguien “lo ponga en su boca”.
En los restaurantes y lugares públicos prefieren las esquinas o salones cerrados para “no exponerse”.
Poco a poco al servidor público lo están convirtiendo en una especie de “paria”, entonces aquella persona a la que le importa su dignidad, que le respeten, sabe que no basta con tener una conducta correcta para lograrlo, sino que también tiene que alejarse de los cargos públicos.
¿Entonces, a quién le estamos dejando eso?
Se corre el riesgo de que las personas dignas definitivamente se alejen de las funciones públicas y que esas plazas sean llenadas por los descarados, sinvergüenzas, incapaces, frustrados, resentidos y otras especies similares.
No todo el que quiere servir está dispuesto a hacerlo a cambio de su prestigio o el sosiego suyo y de su familia.
No tendremos en las funciones públicas a personas honorables si para ejercerla tienen que perder el honor.
Peor aun, si convertimos el servicio público en un tigre del que luego resulta difícil desmontarse, no nos sorprendamos de que quienes se arriesguen a montarlo luego quieran mantenerse encima para no ser devorados.