La poesía, arrinconada por la fluidez de la modernidad líquida y el consumismo neuronal, parece condenada a ser lo que nunca será: un lamentable fósil de la civilización.
Poesía, en tiempos de insolidaridad, celeridad digital, xenofobia global, ultranacionalismos, fundamentalismos teístas, pobreza despiadada, violencia de género y etnias, crisis de la verdad y de la democracia, pérdida de vínculos humanos e individualismo nocivo; poesía, digo, habría de ser ahora sinónimo de resistencia y clamor por la justicia.
No poesía como instrumento. Poesía como lenguaje libre y liberador. Poesía como fundamento del ser liberado de la dictadura de los teleologismos.
Poesía transformadora de lo humano y del mundo inventado por los humanos, desde su propia constitución simbólica, su esencia lingüística, su deleite estético y su misión ética: la comunión con el otro. La poesía como puente de amor, contra los muros y fronteras de odio, arrogancia y cerrazón.
Poesía es hoy un profundo y elevado llamado a la solidaridad global. Solidaridad entre los humanos, sus etnias, sus aspiraciones y sus manifestaciones científicas, fideístas, artísticas y culturales. Solidaridad del ser humano con la naturaleza animada e inanimada.
Solidaridad del individuo con los demás, para que rompa con la ominosa autoexplotación del rendimiento laboral, la productividad tecnológica para el engrosamiento de la plusvalía y del imperio de la depresión narcisista engendrada por el aislamiento digital y la mudez de la soledad virtual apantallada.
La poesía como manifiesto de autoliberación del sujeto hipermoderno, como transgresión y superación de los insufribles daños colaterales e inocultables injusticias de la globalización deshumanizada.
Que la poesía puede transformar y hacer superior el espíritu en la historia y la cultura, para la construcción de un mejor mundo, es una apuesta de imbatible probabilidad. Poesía es ahora, como lo ha sido siempre, un llamado a resistir, cantar, soñar y abrazar.
Abrumado por una letal amargura, inherente a la certeza posible del aserto, Auden adujo, frente a un mundo en guerra y camino a la autodestrucción, que la poesía no hace que ocurra nada. Antes, Wilde sostuvo que la literatura no es otra cosa que el arte de la utilidad de lo inútil.
Si hacemos de la realidad como oposición a la subjetividad un acicate silogístico, la poesía queda atrapada en un mar de incertidumbres.
Pero si, recuperando la aspiración aristotélica del conocimiento como fin en sí mismo -eso sí, conocimiento como un saber y no como una información o un dato-; si, trascendiendo los diques de contención a favor de la eficacia, de la performatividad como conquista de la producción y consumo de bienes que Lyotard vio en la imposición de la técnica y su lógica expansiva sobre el saber lúdico, disruptivo y orientado al bien como finalidad ulterior, previendo a su vez en ello una potencial derrota de las humanidades como efecto de la modernidad; si, admitimos, de una vez por todas, que la poesía es una forma de saber y, en la óptica foucaultiana, un saber que encierra relaciones de poder, entonces, más allá de cualquier dualismo (objeto-sujeto, naturaleza-cultura, medio-fin, paraíso-infierno, adentro-afuera) la poesía misma habrá de ser asumida como acto simbólico, conceptual y vivencial de fractura de los criterios convencionales; como mecanismo liberador de disensión y de parto de nuevas ideas, nuevos giros idiomáticos, nuevos e insospechados paradigmas estéticos; como un acontecimiento de emancipación de la pesada cadena opresora que anuda la relación entre conocimiento-técnica-dinero-poder.
Nos habremos liberado del fatal y pesaroso designio de la aplicación práctica a que nos someten, constantemente, la cerrazón productiva, el consumismo emocional y la acrítica pasión por lo acumulativo y aditivo, en vez de lo narrativo y vital. Poesía es libertad y vida, saber que engendra saber.