Para nadie es un secreto que vivimos en un mundo de constante aceleración. La aceleración va acompañada de la digitalización, última que no es perniciosa en sí misma, sino en sus derivas ciberadictivas y en la autoexplotación mediante la esclavización del individuo al uso indiscriminado de los artefactos y dispositivos.
Otro requisito sine qua non de la aceleración es la transparencia, que a su vez implica el predominio de la positividad, es decir, de la aceptación acrítica de lo dado o lo establecido, hasta el punto de su naturalidad o su normalización. La transparencia es, en esencia, la imposición, a través del medio digital, de una sociedad uniformada, sin diferencias, unidimensional y totalitaria.
Se torna un infierno de lo mismo, de lo igual.
El filósofo cultural Byung-Chul Han ha venido advirtiendo acerca de los riesgos que, para la buena vida, conlleva esa positividad. Para cuestionarla, adopta el sentido hegeliano de la negatividad, que invita a alimentar la vida del espíritu.
“Lo otro en lo mismo, que engendra una tensión negativa, mantiene vivo el espíritu” (La sociedad de la transparencia, Herder, Barcelona, 2013, p.18). Zapear a través de lo positivo implica carecer de espíritu. Porque se demora en lo negativo y lo trabaja para sí, el espíritu se afirma en la lentitud, en la demora. Mientras que la transparencia tiende a suprimir la negatividad, por la necesidad de acelerarse.
Nos jactamos de vivir en la era de la información, pero no advertimos su propio cansancio. El exceso de información genera una parálisis de pensamiento. Más información no equivale a mayor o mejor conocimiento. Ni la información ni el dato en sí mismos son creativos o producen conocimiento.
Es la intervención del espíritu la que les colma de valor, les infunde lentitud, contemplatividad, y los libera de lo efímero y banal. La aceleración nos mutila el valor ulterior de la serenidad, del sentido del ocio, de la valoración del juego, de la fiesta, la contemplación, la meditación, la confianza y el compromiso.
La sociedad de la aceleración nos genera angustia, estragos, depresión, pero no nos detenemos en ellos, porque lo importante es integrarse de pies a cabeza al reclamo consumista de la sociedad de rendimiento.
En su ensayo titulado La sociedad del cansancio (Herder, Barcelona, 2012), el pensador de origen surcoreano tiene su primer diálogo con la idea de “vita activa” que desarrolla Hannah Arendt en su trabajo La condición humana (Paidós, Barcelona, 1993), para quien esa idea toma su significado de la “vita contemplativa”, con lo que deja atrás la abismal oposición que en el medioevo se le imprimió a la relación entre los términos, y destacando que si bien la actividad se vincula a lo que el ser humano crea y desarrolla, la contemplación, aun no siendo una misma actividad, no es tampoco ni superior ni inferior.
Arendt acuña el concepto de “animal laborans” para definir al individuo de la era Moderna. Han diferencia de este al individuo de la modernidad tardía, debido al condicionamiento de la informatización, el rendimiento, la autoexplotación y la digitalización.
En su ensayo más reciente, titulado Vida contemplativa, elogio de la inactividad (Taurus, Barcelona, 2023), Han vuelve a dialogar sobre el tema con la discípula de Heidegger. Se desmarca nuevamente de ella y su pensamiento, aminorando el salvoconducto que ella otorga a la política, como sinónimo de libertad. respecto de la responsabilidad sobre la economía y la administración del Estado.
A propósito de la sociedad que vendrá, Han cierra el ensayo pespunteando la crisis presente de la religión, debido a la crisis de la atención, precisamente, por una delirante hiperactividad. Inactividad equivaldría a libertad y negatividad.