Frederick Mazourka es el nombre de un haitiano del que apenas algunas personas pueden hoy día dar referencia. En el año 1997 cayó preso en medio de la investigación de un fraude por 90 millones de pesos en la Lotería Nacional, fue sacado de la cárcel y llevado a una clínica para que le trataran problemas de salud y se escapó con todo y custodia.
Al dominicano de la calle, que en aquellos días caminaba a pie una, dos y 20 cuadras si era necesario, le llamaba la atención que Mazourka era blanco, como se considera blanco en Santo Domingo, y se había asociado con otros “blancos” de aquí para defraudar a una entidad pública.
Para el sentido común de la base social el dominicano es blanco escalado y el haitiano es negro. A quienes se asoman en estos tiempos al estudio de la negritud les llama la atención las muchas maneras utilizadas para mantener oculta o matizar esa parte del ser nacional.
El haitiano es negro en términos mayoritarios por la misma razón que el dominicano es mestizo: porque así lo determinó un pasado que cuando es traído al presente por cierto tipo de investigadores, con la aplicación de técnicas particulares, se convierte en historia.
Así que se puede recurrir a una tautología y afirmar que ambos pueblos son como son por razones históricas.
Y como entre la historia de Santo Domingo y la historia de Haití hay una línea divisoria, una frontera, que permite ir de la una a la otra y notar la diferencia, se puede afirmar que el pasado es parte del juego de fronteras que separa a dos pueblos constituidos singularmente cerca en la isla del Caribe más alta y diversa, y que sin embargo viven tan lejos el uno del otro.
La causa está en la cultura, esa de la que ha sido dicho en estas notas que es el alma de los pueblos, lo que se lleva por dentro y otorga a cada cual peculiaridades que lo identifican con un conglomerado social y lo diferencian de otro.
Los orígenes de la cultura popular pueden ser rastreados desde los días del descubrimiento y la conquista: la violencia europea, la sed de oro y la ingenuidad aborigen, saltan a la vista; la colonización, causa de la destrucción del mundo indígena y esta, a su vez, causa de su débil presencia genética en la composición racial dominicana; la importación de africanos, en tal cantidad que en una década ya eran más que los blancos; la integración de elementos nativos en el arte popular, hábitos alimenticios, lo que era utilizado para comer y la manera de producirlo.
La cultura contenida en la lengua como compañera del imperio, en cambio, es profundamente occidental, un hecho que no ha podido tener lugar en Haití porque tiene una lengua, culta y otra popular, y porque el tráfico entre la base y la élite es sumamente tortuoso por la barrera de la escuela, que le fue negada al campesino haitiano.