Sangre, sudor y lágrimas

Sangre, sudor y lágrimas

Sangre, sudor y lágrimas

Roberto Marcallé Abreu

Últimamente, la imagen de Sagrario Díaz Santiago ha retornado a mi memoria con inusitada intensidad.

Pese a los años transcurridos, sigo observando su rostro mientras, despacio, se deslizaba hacia lo profundo-fue una larga agonía, para ella y para todos, testigos mudos de esa espantosa tragedia-, las vendas ensangrentadas sobre la frente, ese color sepia que adopta la sangre…

Es uno de los recuerdos más amargos de mis días universitarios. Cierto, la vida es hermosa y vivirla es un premio. ¿No será el dolor y el sufrimiento el precio a pagar por la alegría y las sonrisas?

Recordar estos hechos me toman por sorpresa. Repaso las cifras de muertes y enfermos que arrastra la pandemia en todas partes. Son tantos los que han perdido la batalla que solo nos queda imaginar el dolor y la desolación

¿Cuánto hemos perdido en vidas y recursos? Nosotros y toda la humanidad. Esta enfermedad nos ha transformado. Nosotros los de ayer ya no somos los mismos, como anuncia la canción. Son devastadoras las distorsiones que sufrimos.

Poseemos índices de los daños provocados por la pandemia, pero las consecuencias profundas para la humanidad no pueden contabilizarse. Recuperarnos será una tarea de años. Abrir nuestra mente y nuestro corazón a la alegría es una tarea compleja y difícil.

Las grandes tragedias que asolan la humanidad con frecuencia enseñan su rostro luctuoso mucho antes, los indicios se multiplican.

La espantosa degradación que agobió el país en los años recién transcurridos, debió ponernos sobre aviso sobre cuanto terminaríamos por padecer.

Nunca, ni en las épocas más atribuladas de nuestra historia, fuimos testigos de tales niveles de degradación y de locura como el periodo 2012-2020. Uno cierra los ojos y recuerda la entronización del vicio y la ausencia absoluta de principios que, como una sombra siniestra, cubrió gran parte de la sociedad dominicana.

Desconocemos por cuánto tiempo seguiremos rindiendo tributos al dolor, la enfermedad y la muerte de este ejercicio perverso y deleznable de la cosa pública al que el pueblo dominicano dio un corte multitudinario en agosto del 2020. Liquidar mal se tomará su tiempo.

Me detengo a releer una de mis historias, “Las pesadillas del verano” y me reencuentro otra vez con la imagen de Sagrario, aquella muchacha tan formal que, no obstante, amaba la vida y soñaba con el amor. Imagino su rostro al despertar después de una noche de ensueño.
“Amanece.

Las montañas presumen de su mágica belleza. Pinos muy verdes compiten por alcanzar el cielo. Él no despierta aún. No me atrevo a correr la ventana de vidrio, el frío es demasiado intenso.

Debajo, las aguas tranquilas del arroyo reflejan la claridad del día y el color del infinito. Una escalera de adoquines rojos desciende hasta una terraza techada de cana. Y después, la tierra negra, otra vez los pinos, el viento inclemente”.

Este es el sueño.
Y la pesadilla: “La luz de los postes es demasiado tenue, demasiado débil. Las escuálidas viviendas, en obligadas hileras en torno a la calle estrecha, dormitan en las penumbras.

El corazón me dice que esquivas sorpresas aguardan en alguna parte. Miro hacia atrás. Abro los ojos, asustada: tengo miedo.

Él está ahí, es alto, delgado, y tiene los ojos cerrados. El cuchillo brilla en su diestra, en monstruosa complicidad con la débil luz pálida de los postes. Corro con todas mis fuerzas”….

Antes y después. La pesadilla del pasado reciente nos observa amenazante. Sus ojos son rojos y turbios.



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