Fue Walter Bejamín (1892-1940) quien creó, con inusitado valor sociológico y filosófico, la metáfora de la modernidad, en tanto que cadena de acontecimientos, y del progreso, en cuanto que su mayor promesa, como si se tratase de una tempestad.
Cuestiona la ilusión moderna de asumir la evolución de la historia como una línea ascendente que deja atrás los viejos esquemas y paradigmas para, disfrazada de futuro, proyectar un horizonte de innovación, crecimiento económico, conquistas sociales, mejores condiciones de vida, que luego no resulta exactamente así.
Como base de su conceptualización Bejamín utilizó la acuarela de 1920 de Paul Klee (1897-1940), titulada AngelusNovus, que el filósofo compró en 1921 y dejó por un tiempo en casa de su amigo Scholem, en Munich, para ser llevada luego a Berlín. Cuando Benjamín, que bautizó el cuadro como Ángel de la Historia, emigra a París, en 1935, se lo lleva consigo.
Georges Bataille(1897-1962) lo guarda y lleva a la Biblioteca Nacional de París en 1940, mientras intenta escapar de la persecución nazi y parte hacia los Pirineos.
Theodor Adorno lo recibe, terminada la Segunda Guerra Mundial, en Estados Unidos y lo lleva consigo al regresar a Frankfurt. Como legado de la viuda de Scholem, el cuadro pasa al Museo de Israel.
Son múltiples las ocasiones en que el sociólogo y filósofo polaco Zygmunt Bauman (1925-2017) utiliza la imagen del AngelusNovus de Klee para representar, apoyado en Walter Benjamín, la visión del presente y del futuro con el rostro colocado hacia atrás, es decir, hacia el pasado.
Benjamín subraya, en su interpretación del cuadro, que donde nosotros percibimos una cadena de acontecimientos, el ángel ve una catástrofe, un montón de escombros. Sopla una tempestad que le impide batir o plegar sus alas.
El vendaval empuja el ángel hacia el futuro, al cual da la espalda. “Es el huracán que nosotros llamamos progreso”, acota.
El futuro se figura como un infierno, mientras que el pasado se asume como paraíso. Con ello, el filósofo judío lastima la utopía futurista con que inició el siglo XX, que luego concluyó en una epidemia universal de nostalgia. Pasamos de las utopías, como imposibles realizables, a las distopías, como realidades rechazables, como tiempos de tempestades.
Así, el futuro se nos ha tornado hoy vacío de esperanza, produciéndonos, más bien, espantos de pesadillas, que nos colocan ante la ilusión de volver al pasado, asumiendo, como Jorge Manrique (1440-1479) a su hora, que “cualquier tiempo pasado fue mejor”.
Tememos al futuro, porque el presente es, a su vez, incierto, fugaz, caprichoso, inseguro, bélico, carente de vínculos humanos significativos, lleno de seres solitarios e individualistas.
Ese miedo al porvenir nos torna atractivos, aunque probablemente equívocos, estadios del pasado, queriendo, en consecuencia, retornar a Hobbes (1588-1679) y su modelo leviatánico de Estado-nación salvador, providencial; a las tribus conformadas por identidades grupales fijas que tientan los nacionalismos; a la polaridad (creciente) entre ricos y pobres bajo el nuevo modelo de “gatedcommunity” o residenciales de lujo vigilados frente a barrios marginados; el deseo de retornar al tranquilo seno materno del que nunca debimos salir.
Esa es la órbita en que gira el libro póstumo de Bauman titulado “Retrotopía” (2017), para mostrarnos el abismo existente entre el sueño de Tomas Moro (1478-1535) y su “Utopía”, como instauración de un paraíso en la tierra, y la cruda realidad del mundo actual.
Las retrotopías son “negación de negación” de la ensoñación de Moro, deviniendo en mundos ideales que se ubican en un pasado perdido, robado, abandonado, pero, que se resiste a morir, antes que en un incierto e impredecible futuro por nacer.