La posición de las creencias religiosas en el ordenamiento democrático es uno de los puntos de tensión más importantes de este.
No en balde la religión organizada y la Revolución Francesa tuvieron una historia de desencuentros cuyas secuelas perduran aun hoy.
El viraje de Francia hacia el Estado laico es una disputa que solo el tiempo ha logrado mermar.
La fuente del conflicto con el constitucionalismo democrático es que este no tolera la existencia de regímenes normativos que le hagan competencia.
Algo que la Iglesia, que en la era de las revoluciones tenía un poder terrenal que hoy nos parecería incomprensible, encajó muy mal.
El paso del tiempo se ha encargado de resolver esto, porque las iglesias (no sólo la católica sostuvo esta posición) han terminado aceptando que no hay vuelta atrás.
Sin embargo, existe un asunto no resuelto que continúa provocando tensiones. Es sabido que las iglesias mantienen un ordenamiento moral que obliga a sus feligreses a comportarse según los cánones que forman parte de los dogmas de fe.
Hasta ahí todo bien, desde el punto de vista del constitucionalismo, siempre y cuando no se viole la ley. Después de todo, la sanción moral y la sanción legal son dos formas distintas de conminar a las personas a seguir un determinado patrón de comportamiento.
Pero sucede que, con frecuencia, los líderes religiosos aspiran a que las diferencias entre la ley y la moral que predican se resuelvan con la aplicación de la ley para sustentar su moral.
Y esto sí que es un problema.
La vida religiosa de las personas es algo que el constitucionalismo valora y por eso la protege.
Tiene razones válidas para hacerlo: las convicciones que se expresan y se viven a través de la religión son importantes para los creyentes. Tanto el Estado como los ciudadanos están en el deber de respetarlas.
Pero no todas las religiones tienen los mismos códigos morales, no todos los creyentes los interpretan o aplican de la misma forma, ni todas las personas son creyentes.
De tal forma que el Estado está obligado a mantener una actitud neutral ante las opciones religiosas. Es decir, no puede convertir los códigos de moralidad religiosa en normas obligatorias para todos.
Esto no es un ataque a la religiosidad, sino una defensa. Permite a cada cual vivirla sin interferencias indebidas. Por eso, la neutralidad del Estado es un elemento esencial para la libertad religiosa y una precondición para que todas las religiones puedan cumplir con su mandato de prédica.