En febrero de 2018 publiqué en esta misma columna un artículo en el que señalé la preocupación que me causa el calendario electoral de 2020.
Dije en la ocasión que me parecía una terrible osadía querer celebrar elecciones municipales en febrero, seguidas de las juramentaciones en abril y elecciones nacionales en mayo con posible doble vuelta en junio.
Ha pasado año y medio y aun nos enfrentamos a ese escenario. Una vez desaparecida la posibilidad de reformar la Constitución para que el actual presidente continúe en el cargo, es necesario analizar este problema con la urgencia que requiere.
Son muchas las razones por las que esto debe ser modificado. Empiezan porque pone a la oposición en evidente desventaja, al obligarla a hacer dos campañas el mismo año, lo que es el equivalente político de pelear una guerra en dos frentes.
Segundo, porque dispara el costo de los procesos electorales sin aumentar su calidad democrática. Es risible el argumento manejado en un reportaje televisivo, de que el único gasto extra serán las dietas de los miembros de las mesas.
Las elecciones requieren la puesta en marcha de un sistema de garantías institucionales que cubre todos los aspectos del Estado.
Pero el que mi experiencia personal y profesional me indica como más grave es la insoportable tensión a la que se verá sometido el sistema de solución de conflictos electorales.
En la República Dominicana existe solo un Tribunal Superior Electoral, encargado de poner punto final a este tipo de situaciones.
Ese órgano sufrirá tres tsunamis de quejas entre octubre y junio: el primero, sobre los resultados de las primarias; el segundo, por las elecciones de febrero y el tercero sobre las elecciones nacionales de mayo.
Cada uno de ellos tiene que ser resuelto en su totalidad antes de que empiece la etapa siguiente.
Siempre es posible que el sistema supere esta prueba de resistencia, pero es una apuesta arriesgada. Lo mejor sería unificar las elecciones y no comprometer el éxito del proceso electoral.