Reformas fiscales: ¿por qué los pueblos se oponen?

América Latina no es la región más pobre del planeta, pero sí la más desigual. Esta frase, que se repite con frecuencia en círculos académicos y de análisis, busca poner en evidencia la gran deuda social que arrastra el continente.
Desde la llamada «década perdida» en los años 80, nuestros países han intentado, con ayuda de organismos multilaterales como el Banco Mundial, el BID y el FMI, consolidar reformas estructurales que garanticen no solo estabilidad política y crecimiento económico, sino también un impacto social significativo. Pero el camino no ha sido fácil.
En este contexto, la reforma fiscal —ese conjunto de cambios que busca mejorar la forma en que el Estado recauda y gasta el dinero— se convierte en una herramienta necesaria, aunque profundamente impopular.
¿Por qué? Porque en la práctica, para la mayoría de los ciudadanos, estas reformas no son vistas como mecanismos de justicia o eficiencia, sino como nuevas cargas que agravan sus ya difíciles condiciones de vida.
La presión tributaria promedio en América Latina ronda el 22% del PIB, muy por debajo del 40% de la Unión Europea. Esta diferencia no solo es técnica: en Europa, los ciudadanos sienten que sus impuestos retornan en forma de educación pública de calidad, sistemas de salud eficientes, pensiones dignas y una red de protección social que les da seguridad.
Incluso llegar a la edad de retiro no representa un temor, sino una etapa para disfrutar. En cambio, en nuestra región, pagar impuestos muchas veces se percibe como un sacrificio sin retorno.
Los países latinoamericanos que han impulsado reformas fiscales en los últimos años —como Colombia, Chile, Perú y Argentina— han enfrentado fuertes reacciones sociales. Protestas masivas, paralizaciones y crisis políticas han sido la respuesta común. Y no es que la gente no entienda la necesidad de recaudar más. Es que no confía en que ese dinero se administre bien.
En el caso de la República Dominicana, la situación es clara. Somos uno de los países con menor presión tributaria de la región, (14.6% en 2024) y aunque desde antes de las elecciones de 2020 todos los candidatos presidenciales se comprometieron con una reforma fiscal como lo establece la Ley de Estrategia Nacional de Desarrollo, ese compromiso quedó en el aire.
El gobierno actual hizo un intento hace unos meses por someter una reforma, pero el rechazo fue generalizado.
En su más reciente intervención en el municipio de Guerra, el presidente Luis Abinader reconoció que los ingresos del Estado no alcanzan para atender las demandas sociales y de infraestructura que reclaman las comunidades.
A la vez, se quejó de que «nadie quiere pagar impuestos».
Pero, ¿cómo pedirle más a la gente cuando lo que observa es un crecimiento sin precedentes en el gasto corriente? Desde diciembre de 2020, la nómina pública ha aumentado en unos RD$130 mil millones.
Todo esto ocurre mientras economistas y analistas coinciden en que esta administración pasará a la historia como la de menor inversión pública en los últimos 60 años. Lo confirmó el propio ministro de Hacienda y Economía recientemente designado.
Una reforma fiscal, al final, es un contrato entre el gobierno y la ciudadanía: yo te aporto más recursos, pero espero que me los devuelvas en forma de servicios públicos de calidad, seguridad, transparencia y bienestar. La corrupción y la mala gestión han debilitado ese contrato.
El país parece tener claro que se necesita una reforma fiscal. Pero lo que exige —con razón— es saber qué tipo de reforma se plantea y en qué se van a usar esos fondos.
Los ciudadanos necesitan una narrativa clara, cifras concretas y compromisos reales. No basta con hablar de “necesidades del Estado”, hay que convencer con hechos, demostrar que cada peso adicional que se recaude se usará bien y para el bien común.
No se trata solo de aumentar impuestos. Se trata de generar confianza. Porque sin confianza, ninguna reforma es posible.