Conforme con las evidencias empíricas, la presencia de un déficit fiscal resulta de un exceso del gasto público sobre los ingresos fiscales, esto es, que, si el gobierno gasta más que lo que recibe de sus impuestos o ingresos fiscales, para un periodo determinado, se tiene un déficit presupuestario o déficit fiscal.
Por tal razón cuando el gobierno incurre en déficit fiscal, entonces, normalmente tiene que recurrir a endeudarse para solventar el monto del déficit que se ha creado; más aún, si ese déficit es repetitivo años tras años, de esa manera el gobierno va incrementando el endeudamiento.
Es en tal contexto que la acumulación de endeudamientos se traduce en lo que los economistas denominan como deuda pública, la cual al relacionarse con el PIB va a indicar el porcentaje que representa la deuda en relación a este, pues mientras más alta, mayor es la deuda y en consecuencias aumentan los gastos por intereses. Como se sabe, un déficit fiscal se cubre con deuda, por lo que hay que hacer una diferencia en el tipo de deuda al que se incurre.
Generalmente, los gobiernos de países de economías emergentes son muy proclives a endeudarse por encima de lo que pueden financiar; sin ningún problema, razón por la cual, al tener ahogamiento financiero, de inmediato recurren a incrementar los impuestos, cuyos efectos contiguos consisten en reducir el nivel de vida de la población, también, se cae en una situación de impago y la presencia inevitable de fenómenos inflacionario.
La teoría económica establece que, la financiación del déficit fiscal, endeudándose en vez de eficientizar los impuestos, provoca un incremento del consumo en el corto plazo, lo que, en una economía de pleno empleo, significa tener menos margen para invertir. Pero es que la financiación mediante déficit se traduce en una contracción de la inversión, significando esto que, en el largo plazo, tanto el consumo como la producción, registrarán una desaceleración pronunciada.
Para que se tenga una idea más concreta de las consecuencias de un déficit fiscal y su financiación, solo hay que tomar en consideración que la demanda agregada descansa en cuatro componentes fundamentales como son: el consumo, la inversión, el gasto público y la diferencia entre las exportaciones y las importaciones. De estos componentes de la demanda agregada, el consumo es el más relevante porque tiene que ver con los gastos en bienes y servicios que hacen las economías domésticas, o familias, por lo que la decisión de gastar o ahorrar va a impactar en la demanda total.
Bajo este enfoque se entiende mejor que la utilización del gasto público y de los impuestos para ajustar la demanda agregada constituye la esencia de la política fiscal, por tal razón al plantear una reducción del déficit fiscal hay que analizar y predecir las consecuencias que el mismo tiene sobre el crecimiento económico. Por un lado, está el temor de que una reducción del déficit fiscal, vía el incremento de los impuestos, tenga un impacto negativo en el ahorro, y, por otro lado, la incertidumbre se dispara si se impulsa una reducción del déficit fiscal reduciendo la inversión pública ya que en tal escenario se perjudica el crecimiento económico.
A la Luz de la razón, plantearse una reforma fiscal en una crisis en proceso es apostar a un freno de la actividad económica y un grave sacrificio en la calidad de vida de los ciudadanos. Se trata de como el gobierno tiene que invocar la ingeniería financiera para conseguir fuentes de financiación que permitan ejecutar los gastos e inversión para seguir enfrentando la situación de la pandemia, así como incentivar la recuperación plena de la economía y evitar la propagación del Covid 19.
Una reforma fiscal en tiempos de crisis se traduce en algo desastroso para una economía que aún no supera la estrangulación de la crisis sanitaria. Pues se trata de que el principal problema que arrastra una reforma fiscal es que no considera a los grandes capitales como la principal unidad de contribuyente, sino, a los que menos tienen.