MANAGUA, Nicaragua. Se ha ido transformando, sutilmente, en una costumbre: en horas de la noche o de la madrugada me dejo seducir por la visión de esa luna inmensa que adorna el cielo de este país acreedor de una belleza tan misteriosa que humedece los ojos y exalta los latidos del corazón.
Las nubes que, a cada instante, asumen formas tan peculiares, nos retornan la mirada y nos susurran al oído canciones que nos exaltan. A lo lejos uno imagina o cree ver las montañas acariciadas dulcemente por la neblina. No hay forma más intensa de aproximarse al misterio de nuestras vidas que estas circunstancias en que nos sentimos parte esencial y excepcional de la naturaleza y el universo.
Nos conmueve dar las gracias por este privilegio, ser testigos de este milagro que se reproduce cada día, cada noche, cada instante.
Pienso, entonces, que aún no tengo en mis manos mi libro y novela más reciente “Rastros de cenizas”. Hice el proceso de la publicación a una distancia de miles de millas. Sí puedo contemplarlo en las imágenes que me ha enviado Soto el impresor, Paniagua quien lo diagramó y Ana, de Centro Cuesta del Libro. Me tomó casi cuatro años de trabajo en un contexto de dificultades y carencias de toda naturaleza y, finalmente, de una pandemia espantosa que, además de arrodillarnos, ha provocado la muerte a millones de personas.
Me ha impactado el entusiasmo de tantas personas por adquirir el libro y solo espero haber estado, como escritor, a la altura de las circunstancias. Todos y cada uno de los personajes de este texto me han costado muchas horas con los ojos abiertos en la oscuridad. Con frecuencia las pesadillas me interrumpen el sueño y, entonces, me es casi imposible recuperarlo.
Una amiga muy apreciada, Elizabeth Quezada, a quien admiro por su ilustración e inteligencia, y a quien remití dos o tres versiones del libro, años antes de su publicación, me llamó en una madrugada, para decirme que “Rastros de cenizas” adelantaba “un mundo azotado por un mal terrible” y me confesó que “esa novela, su trama, descripciones, diálogos y personajes le robaron la tranquilidad”.
“Quiera Dios”, fueron sus palabras, “que la humanidad no tenga que enfrentar niveles de transformación tan radicales que provoquen la pérdida de lo que de ese concepto aún nos queda”. Recuerdo de forma muy vívida esas palabras, pronunciadas mucho antes de la aparición física de la pandemia. El libro, en esencia, se refiere a cambios radicales en la condición humana y la incursión dominante de una forma de vida plagada de oscuridad y una maldad sin límites.
Escuché opiniones de los amigos Heriberto Hernández, Rafael Evangelista y Daniel Contreras quienes coincidieron con lo expuesto por Eli Quezada. Aún es la hora en que desconocemos con absoluta certidumbre el destino final de estos tiempos tan extraños y enigmáticos.
Sí confío y creo en la infinita capacidad del ser humano, de la bondad intrínseca de nuestra condición y de la presencia indeclinable de realidades que yacen mucho más allá de nuestro entendimiento.
Quizás por eso en los últimos tiempos me he refugiado en las vivencias de un científico al que todos admiramos por su indeclinable actitud de enfrentar sin vacilaciones la desgracia y la tragedia cuando tocan a nuestras puertas.
Me refiero a Stephen Hawking, la mente más asombrosa que ha concebido la humanidad en décadas.
En un texto escrito por el también científico Leonard Mlodinow en el que se relata con detalles su amistad leemos que “Stephen sabía que eran los vínculos humanos, el amor y no solo a la ciencia, cuanto lo nutría”.