Raíces de una desafección
Espero que iniciar la aventura de abrirme paso entre las conmociones de mi país me permita ver de qué manera lograron sembrarlo poco a poco en las penumbras de una amnesia de 209 años, desvelar los judas de nuevo cuño que —con o sin Denarios de por medio— lo han encerrado en un fatal juego de ignominias y deshonras; y a lo mejor, con suerte, arrebatarles también una que otra hazaña que no conocemos todavía.
No digo nada nuevo, pero la política es como un buffet donde cada quien se sirve todo lo que le apetece de lo que más le gusta; solo que no está permitido intentar tener un ameno y suculento almuerzo con Dios y Lucifer en una misma mesa, y esperar que el resto de comensales aplaudan la genialidad.
Cuando se está al frente de un país —sobre todo pequeño como el nuestro—, definirse es crucial por inevitable, pues se convierte en lacayo o defensor de los intereses nacionales en menos tiempo del que el gallo de Pedro —el “cortaorejas” de la última cena —tarda en cantar.
Cuando se elige ser un sometido o ser soberano, lo que se evidencia es la debilidad o la fortaleza de espíritu, ya que se claudica o se resiste respondiendo a las intenciones que, en silencio, habitan en el interior de cada individuo.
Por consiguiente, no hay cabida para posiciones descafeinadas ni para escrituras con medias tintas, mucho menos para añadir olvido a la humillación.
En el escenario actual, la República Dominicana real se parece mucho a la República Dominicana anhelada por el patrón de los 4 jinetes del apocalipsis que, con sospechosa prisa, vinieron a entregar su “bolsa de valores” que, más bien, parece una olla donde solo se cuecen plagas, penas y amarguras.
Desde luego que el tenaz acoso a nuestra soberanía —cada vez más encogida— no podría ser explicado sin la correspondiente complicidad de todos los presidentes que hemos tenido después de la desaparición de Trujillo, con la única excepción de Juan Bosch.
Tras una ya extensa trayectoria de ambivalencia y una gestión hatera populista, el Gobierno se acerca a una inminente colisión con su pueblo. Acorralado y carente de ideas para modular estrategias y desdeñar el precipicio de una vez y por todas, termina —infortunadamente— acuñando modos diversos para eludir su responsabilidad, presentando un simulacro ideológico como carta de ruta y, con ello, pasar por debajo de la puerta una mimetización camaleónica que, si bien es un intento maliciosamente ingenioso, es absolutamente reprochable por tramposa.
Promovidas o toleradas, se han movilizado poderosas fuerzas antinacionales, por ende, decididamente contrarias a nuestro compromiso territorial.
Instaladas en puestos importantes en la política —visibles, incluso, en el Gobierno— ejercen abierta violencia contra la Constitución y las leyes por medio de negociaciones espurias con el objetivo de quebrar el sentimiento patrio y destruir nuestra identidad nacional. Todo eso, bajo la mirada abúlica de la población… aparentemente.
Entiendo que para el Gobierno no es fácil estar bajo interminables amenazas de países supuestamente amigos y que, desde luego, no lo son.
Pero, por la responsabilidad que se supone tiene, nunca se espera que reaccione con pereza y desdén hacia sus propios ciudadanos, lo que los convertiría en el blanco perfecto para una cruzada canalla; y, de igual manera, pondría en fatal peligro los fundamentos del país.
Si así fuere, no sería descabellado pensar que el miedo callado siempre recurre al fiable subterfugio del engaño. Y, si se llega a semejante conclusión, entonces estamos en caída libre.
Aun pareciendo una tierra irremisiblemente perdida, yo, rebelde sin causa, que me resisto como mártir al verdugo, todavía aspiro a la reconstrucción de una patria heroica, de una República Dominicana épica.
Tampoco pierdo la esperanza de ver cabalgar erguido el espíritu indómito de nuestra nacionalidad que nació en 1844, no importa que lo hayan tumbado dos veces del caballo yque el tercer intento de tirarlo otra vez esté ya sobre el escritorio. Ya veremos lo que trae el barco.
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