Si usted pudiera nacer de nuevo, ¿quién le gustaría ser? Esta es una pregunta muy manoseada, que le es formulada casi como una obligación por muchos periodistas a las personas que están entrevistando, trátese de artistas, deportistas, académicos, políticos o lo que fuere.
La repuesta, en la mayoría de los casos es: Me gustaría volver a ser yo mismo (o yo misma).
¿Hasta dónde es sincera la gente cuando responde así? Generalmente, todos hemos sentido alguna vez admiración (o envidia, talvez) por un personaje al que, allá en lo más profundo de nuestro ser, quisimos imitar.
Pudo haber sido un ser de ficción, o una figura de la Historia antigua, o algún coetáneo que por alguna razón nos roba la atención.
O sencillamente, idealizamos a un sujeto inexistente y queremos meternos dentro de su pellejo. Aunque no descarto del todo la posibilidad de que existan personas que, aún pudiendo realizar el milagro, no se cambien por nada ni por nadie.
Lo que nadie podrá negarme es que todos y cada uno de nosotros -quizás con algunas raras excepciones- asumimos de vez en cuando poses para presentarnos de un modo diferente a lo que es nuestra verdadera y auténtica personalidad.
Es muy posible que no nos demos cuenta de ello, pero con frecuencia somos actores de teatro que, como los de la antigüedad, nos cubrimos el rostro con una mascara social, o política, para desviar la atención de los demás en una determinada dirección.
No lo neguemos, seamos sinceros. A veces sobreactuamos gesticulando o con artificiales inflexiones de la voz, o soltamos una carcajada sin tener deseos de reír, solo para impresionar al interlocutor, para seducir a una dama o para demostrar cultura, por ejemplo.
Pero hay que tener cuidado con esas máscaras, no vaya a ser cosa de que acaben por sobreponerse a nuestra identidad y terminemos por dejar de ser nosotros mismos.
Total, que más vale ser uno mismo con sus defectos, y no ser otro con las deficiencias de otro.