Posiblemente hayan escuchado decir que cuando nadamos en el mar, cuerpo y mente retornan a su estado más primigenio. Que nos sentimos fenomenal porque es como si retrocediéramos al útero materno o nos trasladásemos a etapas evolutivas muy ancestrales, a la de nuestros remotos antecesores peces.
Pues bien, todo esto no son más que las versiones embrionaria y evolutiva, respectivamente, de… ¡un enorme mito carente por completo de fundamento científico!
Por muy atractivo que suene literariamente, no tenemos capacidad para recordar ni el estado ontogenético de nuestra persona como individuo, ni el estado filogenético de nuestro linaje como especie.
Dicho de otra forma, ni nos acordamos de lo cómoda que era la bolsa amniótica que nos protegía cuando éramos fetos ni, muchísimo menos aún, tenemos la capacidad de saber lo que sentían los taxones que nos precedieron en nuestro camino evolutivo hasta la condición de Homo sapiens actual.
Lo que sí es evidente –y repetidas veces contrastable y verificable– es la sensación de bienestar que nos genera un baño en el mar.
Y ojo, porque el bienestar va más allá del simple placer.
Mientras que el placer sería el disfrute de algo relacionado con el éxtasis o la euforia puntual (es decir, es una sensación inmediata), el bienestar es algo más profundo, es un estado de agrado más “consolidado”, armonioso y sosegado y que trasciende lo puramente sensorial.
Eso se debe a que, mientras el placer se relaciona más con lo experimentado, el bienestar implica aspectos más plurales como la salud, la virtud, el conocimiento o la satisfacción de los deseos.
Cuando nos adentramos en el mar, al placer puramente somático se le une un bienestar mental bastante más complejo, que nos hace sentir en la mismísima gloria.
Pero ¿por qué?
Al agua, patos
Tendemos a pensar en lo más evidente: meternos en el agua nos refresca y eso, cuando arrecia el calor de verano, es lo que mejor porque lo contrarresta.
Obviamente, acertamos. Cubrir una necesidad fisiológica, como comer cuando tenemos hambre o beber cuando sentimos sed, siempre resulta placentero.
Pero en el caso del baño, hay mucho más.
Desde el punto de vista de la neurofisiología, se ha demostrado que la inmersión vertical en el agua genera efectos positivos de lo más interesantes.
Para empezar, aumenta la velocidad de flujo de sangre que discurre por las arterias cerebrales medias y posteriores.
Además, si la inmersión va acompañada de ejercicio de baja intensidad (como caminar en el agua), se consigue la misma velocidad del flujo sanguíneo cerebral que corriendo moderadamente fuera del agua.
Menos esfuerzo para los mismos beneficios. Un chollo que justifica la buena prensa del aquagym.
Unido a este aumento del flujo circulatorio cerebral, los estímulos somatosensoriales que genera el aumento de la presión hidrostática producen un aumento de la actividad cerebral cortical, tanto en áreas motoras como sensoriales o parietales. Un chute para nuestro cerebro.
En tercer lugar, con tan solo sumergirse hasta los hombros, se reduce el edema muscular y se aumenta el gasto cardíaco (sin incrementar el gasto de energía), lo que favorece el flujo sanguíneo generalizado y el transporte de nutrientes y desechos a través del cuerpo.
Esta, que se traduce en la reducción drástica de la sensación de fatiga, es la razón por la que se recomienda una sesión de jacuzzi a los deportistas tras un ejercicio intenso.
Los que no nos dedicamos a batir récords, lo que sí notamos es cómo nuestras piernas se tornan mucho más livianas al favorecerse el retorno venoso.
Todos los efectos anteriores son el resultado de la inmersión en el agua. Pero quizás estés pensando en que no nos sentimos igual de bien al nadar en una piscina que cuando lo hacemos en el mar. Y aciertas de nuevo.
A los efectos derivados de la propia inmersión en agua, habría que añadir los relacionados con la especial naturaleza del agua marina.
Para nadar, lo mejor es el mar
El agua de mar, como bien sabemos, recibe aportaciones fluviales continuas de sales y minerales.
Las fuentes hidrotermales submarinas y las erupciones volcánicas del fondo del mar contribuyen también a mantener elevada su concentración salina (con 35 g/kg de agua por término medio, de los cuales, el 80 % corresponden a cloruro sódico y, el resto, fundamentalmente, a cloruro, sulfato y bromuro de magnesio).
La consecuencia directa es doble. Por una parte, el agua salada es más densa que la dulce. Ello supone un mayor empuje y, consecuentemente, un menor esfuerzo muscular para mantenernos a flote.
Dicho de otra forma, nadamos más relajadamente en el mar porque flotamos más.
Por otra parte, las sales se absorben a través de la piel. Eso supone una contribución muy importante a la inhibición de la interrupción de la barrera cutánea causada por agentes irritantes dérmicos, lo que acelera su recuperación y previene su sequedad.
Este hecho es especialmente interesante en el tratamiento de enfermedades cutáneas como la dermatitis de contacto o la psoriasis y ha supuesto la consideración de los baños de mar como terapia adyuvante en el tratamiento de la dermatitis crónica.
Un agua de mar especialmente enriquecida con sales de magnesio, como la del mar Muerto, ha demostrado también una interesante acción antiinflamatoria.
A todos estos efectos beneficiosos hay que añadir la ausencia de acciones negativas por aditivos que, obligatoriamente, aparecen en las piscinas.
Añadir cloro es necesario para evitar la proliferación de protozoos, bacterias y hongos en el agua, pero irrita la piel.
Esa agresión la evitamos sustituyendo la piscina por el mar.
El mar es más que agua marina
Hemos visto que la inmersión en el agua es beneficiosa y que, además, el hecho de que el agua sea marina es especialmente aconsejable para la piel.
Pero no basta con aceptar la proposición de Ana Torroja en Hawaii, Bombay: el baño de mar es mucho más que meternos en una bañera a la que se han añadido sales.
El gran volumen de agua que se acumula en mares y océanos actúa como un regulador térmico importantísimo.
La mayor capacidad calorífica de un medio denso (como el agua) en comparación con el aire funciona como tamponador de temperaturas, de forma que las zonas costeras son menos frías en invierno y menos calurosas en verano que zonas de similar localización geográfica pero del interior.
Eso supone un continuo enfriamiento del aire caliente y el establecimiento de corrientes que generan la reconfortante y fresca brisa marina.
La brisa, además, trae consigo una concentración muy elevada de aniones que penetran por la piel pero también por los pulmones.
Sus efectos fisiológicos y psicológicos no son nada desdeñables: prevención de desórdenes neurhormonales, reducción de los efectos del estrés, acción antioxidante al aumentar los niveles de superóxidodimutasa e, incluso, mejora del acné.
Todavía podemos sumar más consecuencias beneficiosas, como la relajación que suponen la intensidad del color azul o los efectos tranquilizadores y sedantes del maravilloso sonido del batir acompasado de las olas.
Hagan como yo y disfruten del mar porque, además, es gratis.
Lea además: ¿Se puede lactar luego de la cirugía de seno?