¿Qué ganaste?

¿Qué ganaste?

¿Qué ganaste?

En principio —y porque sería inútil resistirme y contenerlo— me dejé llevar por las oleadas de un sueño recurrente en el que me veía con las manos levantadas. Ambas manos en alto como si alguien, una autoridad de la justicia, detrás de mí, o delante, lo ordenara de manera imperativa.

Sin duda la posición ridícula y comprometida en la que me encontraba obedecía a una orden de alguien que me apuntaba con un arma de fuego.

El tiempo de la indefinición me abruma. Pienso. Sin darme cuenta estoy lleno de preguntas esenciales. ¿Qué hago? ¿Conozco la persona que me amenaza? ¿A qué parte de mi cuerpo apunta el arma? ¿Por qué no dispara? ¿Qué quiere de mí? ¿Se trata de un inevitable encargo exterminador? ¿El motivo es una venganza irracional? ¿Quién le puso precio a mi vida? ¿Acaso es solo un asalto? ¿O se trata de un secuestro en curso? No lo creo. Yo vivo de mi empleo. Soy un simple catedrático. El secuestro lo descarto de plano.

En esa posición, con las manos en alto, estoy indefenso. No intento nada. Y como no soy un perseguido, un fugitivo o alguien de esa especie que ha cometido un hecho atroz, estaba seguro que no había un gramo de temor en mi cuerpo.

En realidad me olvidé durante una temporada de su existencia; y dormía feliz, a pata suelta, todas las noches. Claro, eso se explica por una razón lógica y sencilla: el sueño me dio una tregua. No me atacó durante días… Meses tal vez duró mi libertad.

Y me pregunto, ¿qué ocurrió para que el sueño se esfumara de esa forma tan misteriosa? ¿Qué situación de mi vida ordinaria logró impedirlo? ¿Hubo una razón poderosa para que eso ocurriera sin darme cuenta? ¿O será que los sueños, aun sean apacibles, caducan y se evaporan, igual que las palabras? ¿O se arrinconan en algún lugar de la cabeza, así como duermen de manera secreta los recuerdos?

El ritmo de mi vida, las cátedras en la universidad y las horas que me lleva preparar los temas para la dinámica de la docencia diaria, no me permitieron detenerme de manera firme a buscar razones y hallar la causa verdadera.

La vida no es totalmente dulce o fascinante cuando se mantiene un curso normal, fiel e inalterable. Y esa era mi situación.

El sueño, durante mi estado de vigilia, desaparece, pero yo quedaba atrapado en una maraña de reflexiones. ¿Cuándo regresó? No sé; y durante una apacible noche, sin previo aviso, terminó la tregua y se metió en mi cabeza. No caí en la desesperación, pero desde ese momento se volvió recurrente y puntual. Nunca se detuvo. Aun así, no sentía temor. No me iba a la cama con miedo.

En la mañana amanezco con una cara de derrotado en batalla; y mientras bebo café pienso en mi actividad onírica de la noche; analizo que algo curioso sucedía conmigo y el sueño. Siempre empezaba en el mismo punto. No había un antes o un después.

El patrón de los hechos mantenía una secuencia onírica inalterable y fluida.

El sueño, indomeñable,  —lo recordaba en la mañana de manera perfecta. ¿Enemigo de noche en mi cabeza? ¿O huésped silencioso de día?— empezaba justamente conmigo de pie, con las manos levantadas.

 Una noche, contrario a lo habitual y ordinario, ocurrió algo inesperado: una voz de mujer, con absoluta claridad, impuso sus reglas; y, escuché que dijo: «No se mueva. Y manténgase mirando hacia delante».

Tenía que respetar las reglas. Nunca me habían apuntado con un arma.

En ese momento me percato que estaba equivocado. La orden no viene de una autoridad de la justicia. En cuanto a mi posición, ya sé dónde me encuentro ubicado con relación a la mujer que me amenaza. ¿Tiene un propósito criminal? ¿Podré hablar y negociar con ella mi libertad? ¿Quizá espera por alguien que la empujará a liquidarme?

La voz viene detrás de mí. Pienso que ella está a mi espalda; y calculo que no se encuentra muy lejos. A uno o dos metros detrás. También me doy cuenta que esa mujer y yo estábamos allí solos, sin testigos, pero en el ángulo dominante, profundamente dormido, lo único que podía ver era a mí mismo. Asumo que soy un desconocido. O quizá un conocido a medias de esa mujer, sin ninguna familiaridad entre ambos.

La palabra «manténgase», que usó para prevenirme, la delata. O es una forma de hacerse la dura, fría y distante, con el propósito de darle carácter y fortaleza a su orden, que me sienta inútil bajo su dominio, amenazado de muerte, y que empiece a suplicar como un miserable por mi vida.

La segunda advertencia hace que lleve mis pensamientos más allá de ese momento y deduzco que me encuentro en un punto límite. Y que por tanto puede ser mi último sueño en esta vida. Así que pierdo el control y caigo en una indefinición de prioridades.

La alternativa —empiezo a razonar con tiento y apego a una lógica simple—, sería la siguiente: Dejo que mi destino final quede en manos de esa mujer que me apunta con un arma de fuego. O despierto, sencillamente.

¿Sabes?, no entiendo tu modo / Las horas amargas que me haces pasar / Dices que ya no me quieres / Me dejas, me hieres, me vuelves a amar / Dime, ¿qué pasa contigo?

No sé de dónde salió esa canción de Julio Iglesias.

En el oleaje de los sueños hay espacio para cosas descabelladas, absurdas o fuera de lugar, pensé. Y también me doy cuenta que mi sueño no era la excepción.

Esa voz. Esa voz«No se mueva. Y manténgase mirando hacia delante». Sí, ahora la reconozco. ¿Qué tiempo tenía detrás de mí, persiguiéndome a través de sueños y laberintos? El tiempo se bifurca. Ahora soy el hombre del sueño, amenazado de muerte por una mujer que empuña un arma detrás de mí. Y, de manera simultánea viajo a mi pasado remoto y vuelvo a vivir los hechos. Y como si de nuevo cobraran vida: veo una iglesia decorada para una boda, con flores frescas y perfumadas. Sublime la combinación de lirios, orquídeas; y resaltan los toques de alegría con guirnaldas y conos de tulipanes, hortensias y dalias naturales que adornan las paredes; además, ramas exuberantes de eucaliptos y lavanda, atadas con lazos rojos y dispuestas en los pasillos.

No tengo ya ninguna duda. Ese recuerdo que me llega —en mi patética condición de soñante—, los mil detalles de una boda inolvidable, con el boato y los encantos de una decoración deslumbrante, hace mucho tiempo que ocurrió como un hecho real.

¿En qué momento de la ceremonia el sacerdote oficiante, los invitados y cada integrante del coro nupcial desalojaron la iglesia? Los detalles, los arreglos, los caprichos personales de la decoración quedaron cubiertos por el desleído color de lo inútil. Había demasiada belleza concentrada. Y toda esa belleza se apagó de manera súbita; y la mujer que tenía una gran ilusión quedó sola. Ahogada por la impotencia y los descreimientos.

El silencio reina.

En la capilla no hay nadie, salvo la mujer. Veo en su rostro lamparones negros del maquillaje corrido. Y tiene una expresión rota, que también revela el inocultable dolor que la consume. Habla sola: «Soy una imbécil. ¿En qué estaba pensando?» Siente que las piernas le fallan. Y se desploma ante el decorado de pequeños maceteros con flores blancas colocados en línea descendente a un lado de las escalinatas del altar, lamentándose, bañada en lágrimas. Desgraciada, resumida. Abandonada por segunda vez.

Dime, mi amor, ¿qué ganaste? / Lo quiero saber.

La canción terminó. Y regreso a mi condición infame. Todo seguía igual en el sueño. Inamovible. Y yo, atrapado en ese ámbito borrascoso y sin miedo, con las manos en alto, estaba a punto de despertar cuando escucho una carcajada nerviosa a mi espalda. Y después el disparo. Giro de inmediato; y veo. No controlo el estupor y la náusea. Allí estaba ella ante mí: una mujer real, con identidad, de carne y hueso. Era una anciana de pelo blanco, largo y suelto, vestida de novia, tirada en el piso, con la cabeza destrozada.



Rafael García Romero

Rafael García Romero. Novelista, ensayista, periodista. Tiene 18 libros publicados y es un escritor cuya trayectoria está marcada por una audaz singularidad narrativa, reconocido como uno de los pilares esenciales de la literatura dominicana contemporánea. Premio Nacional de Cuento Julio Vega Batlle, 2016.