
La forma de evitar que la arena movediza te engulla es no esforzarte tanto: dejar de luchar e irte recostando con calma, para que el peso se distribuya y se reduzca la presión, lo que te permite arrastrarte hasta estar a salvo.
Algo parecido hay que hacer cuando no puedes conciliar el sueño, o te da un ataque de risa en un momento inconveniente, o no puedes recordar algo: en vez de obligarte a tratar de hacer lo que no estás pudiendo, relájate y haz o piensa en otra cosa.
Eso porque, aunque parezca contradictorio, a veces fracasamos porque nos esforzamos demasiado.
Eso no quiere decir que nunca haya que hacer nada, o que siempre haya que asumir una actitud pasiva frente a la vida, sino que a veces cuanto más intentas mejorar algo a punta de fuerza de voluntad, más lo empeoras.
León Tolstói ilustró el concepto en su libro Anna Karénina al describir lo que le ocurrió al terrateniente Konstantin Levin a medida que encontraba armonía labrando la tierra con los campesinos.
“Comenzó a producirse un cambio en su trabajo que lo colmaba de placer. En medio de su labor había momentos en los que olvidaba lo que hacía y trabajaba sin esfuerzo, y en esos mismos momentos su hilera quedaba tan bien cortada como la de Tit.
